En el Norte
me dicen Ed y acabo de enterarme de que los cartógrafos le dicen Ed a las islas
de Existencia Dudosa.
¿Las islas existen? ¿Los nombres, los cartógrafos? ¿Qué son las islas de Existencia Dudosa, las que permanecen arriba de la superficie marina horas, días, meses? ¿Nuestro continente no tendrá también una Existencia Dudosa? ¿Sus habitantes? Pienso en aquella declaración: "Soy el que Soy": qué sujeto tan sospechoso, ¿alguien serio lo consideraría digno de aparecer en un mapa, en un libro, en el registro de huéspedes de un hotel? Pienso en todas habitaciones, edificios, museos donde algunas personas se pasean con una sábana sobre lo que fue su cuerpo, en aquellas que masticaron un pastel de fresas durante dos horas tiradas en el suelo de una cocina. Pienso que sería de gran utilidad que en las guías turísticas de cada ciudad existiera el índice con los nombres de los niños muertos antes de los cinco años. Pienso en las personas que se drogan tranquilamente antes de dormir. En las que regresan a su tierra y encuentran una historia descompuesta del viejo Oeste.
Soy el extraño.
Me han dado el último cuarto
junto a la escalera de incendios.
Quiero ser como ellos,
quiero una familia.
“No puedes ser como nosotros,
tú eres como él.”
Señalan con el dedo al Hombre Invisible.
El Hombre Invisible no habla con nadie.
Se desliza con rapidez en línea recta.
Cuando gira sólo gira noventa grados.
Sólo es visto de perfil.
Va enfundado en gabardina, gorra y lentes negros.
El Hombre Invisible es un jeroglífico humano.
Un día lo seguí por la calle.
El Hombre Invisible dio vuelta en una esquina,
luego en otra y luego en otra
y caminó veloz de vuelta al hotel.
Pero por un instante lo vi quitarse las gafas:
era el doble de Dustin Hoffman.
“Se han dado cuenta que el Hombre Invisible
es idéntico a Dustin Hoffman?”
Pero a nadie ahí le importaba un carajo Dustin Hoffman.
Los libros más hermosos del siglo XXI son aquellos donde solo hay nombres. Homenajes a Spoon River, memoriales de los accidentes nucleares, de los sismos, de los campeones mundiales de las cien mil asociaciones de deportes profesionales de América del Norte. Avisos con los ganadores de las becas de posgrado o con los integrantes del nuevo santoral: los milagros académicos este milenio tienen más glamour que la comunicación directa con el más allá: el aburrimiento más que la metafísica.
Me hice una
maestría de estar parado
haciendo
fila
en las
cafeterías del gobierno.
Perdí la
cuenta de todas las veces
que vi a
Buddha
parado en la
misma fila
frente a mí.
"Los sitios verdaderos nunca tienen un mapa". Los lugares en los que hemos vivido son un lego al que faltan las piezas: el taxi que abandonaron durante veinte años y que una noche los vecinos desmantelaron, la peluquería donde solo los hijos de los árabes se dejaban tocar el cabello, la esquina donde tiraste un frasco de catsup y que dos perros se tragaron y luego murieron envenenados. ¿Recuerdas esa obra donde hay una mesa, su representación visual y su definición escrita? ¡Arte conceptual! Ahora imagina un documental en el que reúnes a tus vecinos y los retratas, después haces una animación con sus cuerpos y narras una historia que los inmiscuya (por ejemplo: esa en la que las vecinas tocaron a tu puerta para acusarte de locura) y después mostraras sus documentos: actas de nacimiento, cartilla de vacunación, permiso de conducir, acta de defunción.
Cómo puedo describir Vancouver
si apenas sé describir una silla.
Hay un océano enfrente
y una isla que separa
a los monstruos.
¿Qué pasaría si no hubiera una isla?
¿Se comería el mar a Vancouver?
¿La dormiría en su pecho?
Aquí todo es limpio y estéril,
toneladas de aburrimiento vertical
en el distrito financiero.
Los nuevos tótems no tienen la gracia
de los antiguos—
¿qué es un tótem sin sus animales?
Es la ciudad de Vancouver.
Mejor no vengas.
¿Cómo comunicar lo que es una ciudad en menos de 100 palabras? ¿Cómo describir a sus pobladores y sus malestares cuando cada calle te resulta un anuncio del desapego? ¿Cómo explicar la textura de los jabones cuando han sido usado por mucho tiempo?
Los turistas entraban a mi cuarto
y se paseaban alrededor de mi cama.
Me tomaban fotos.
Me quitaban los zapatos,
me quitaban la camisa y los pantalones.
Era gente joven y espantosamente guapa.
¿Y qué era yo?
Pero la luz se fue extinguiendo
y yo me olvidé de aquella pregunta.
Príncipe de Aquitania en una edificación que crece según tu estado de ánimo. La suerte del desterrado que se burla de sus gestos, de sus tics y de su superstición. La novela de una locación que engulle a sus protagonistas. Para algunos las escenografías intercambiables de las cintas gore y de clase b, para otros esos pasillos y puertas con música desquiciada pero comercial de Lynch, para los esotéricos el Overlook y para los despistados esa colorida simetría Budapest. Extranjero que pasa. Extranjero cuyo éxtasis son las carreras lisérgicas de Mario Kart.
Quiero
pensar que el Hotel Hastings
tiene 13
pisos
cuando en
realidad
sólo tiene
dos.
Quiero
pensar que tenía dos pisos
antes de mi
llegada
y que le
creció de golpe el 13
cuando entré
por la puerta.
Piso uno,
piso dos
y piso
trece.
Un vacío
cósmico
entre los
primeros dos
y el 13.
Para acceder
al 13
no hay que
subir del dos
ni bajar del
uno.
Hay que
tocar a mi puerta
y entrar a
mi cuarto.
Hay que
llevar golosinas.
Hay que
charlar un rato conmigo.
Yo soy el
piso 13.
Sólo yo
puedo regodearme
en este
destino
y ser más o
menos feliz
siendo un
piso 13.
Here, sir, fire, Eat
Roberto Matta
Durante el siglo pasado los autores y críticos hablaron de novelistas que escribieron en prosa los mejores libros de poesía, tomaron la música y lo concreto (más de 600 páginas como mínimo) del verso para explorar los límites de sus historias. En el siglo xxi comienzan a ser los poetas los que sustraen las técnicas y las estructuras de los narradores. La vida de un hotel: instrucciones de uso. La vida de un hombre que disminuye: instrucciones para robar y empeñar sus pertenencias. Son este tipo de historias las que mejor muestran el proceso de la escritura. Spider: aquel hombre: su encierro, su miseria, su desorden mental, su paranoia, su desesperación, su delirio, su lenguaje secreto y su cercanía con el hambre. Pero más que tramas, secuencias, monólogos interiores, suspenso lo que Padilla logra es fotografiar atmósferas.
Seguí el
consejo del carnicero
y me fui a
mi cuarto a pensar.
Prendí el
foco.
Apenas eran
las 3 de la tarde
pero en mi
habitación no había ventanas;
era pues,
como vivir
en un
sarcófago.
Me acosté de
espaldas.
Mi reflexión
se esfumó
y mis ojos
estudiaron
una mancha
que había en
el techo.
Mark.. ya
hablaré de Mark
más tarde…
Mark
me informó
que esa mancha
era de sangre.
Había
entrado a mi cuarto
semanas
antes
para
venderme drogas
y mientras
esperaba de pie
en el vano
de la puerta
dijo:
“Ah, mira
eso.
Tú también tienes
manchas en
el techo.”
Yo ya había
notado
el manchón
parduzco
pero no le
había dado ninguna importancia.
“¿Sabes qué
es eso?
Es un chisguete
de sangre,
es sangre de
yonqui.
Es algo que
ellos hacen.
A veces se
meten la aguja
y sacan un
poco.
Luego
apuntan con la jeringa hacia el techo y
¡fip!
Es una
costumbre.
Así es como
van dejando
su marca en
el mundo.”
La mancha en
el techo
tenía una
cierta gracia caótica.
Recordé un
documental que había visto
el año
pasado,
Jackson
Pollock pintando lienzos
con un palo.
Tirado sobre
la cama
me pregunté
si Mark
ya había
estado en mi cuarto
antes que
yo.
Tal vez
había vivido ahí
o tal vez
le había
vendido drogas
a algún
remoto inquilino.
Tal vez la
sangre en el techo
era de Mark.
Mientras mis
ojos comenzaban a apagarse
yo escuchaba
la voz de Carl Sagan
llegando a
mí
desde una
repetidora
en algún
punto remoto
de la
infancia.
El telón de
mis párpados ya había caído
sobre la
humilde escena
pero yo
podía ver con tenebrosa claridad
las
partículas de aquella mancha
flotando
como un
cielo estrellado
en la
negrura de mi sarcófago.
Mi cuerpo se
despegó del colchón
y comenzó a
gravitar hacia ella.
Mi ascenso
era infinitesimalmente
lento
pero la voz
de Sagan estaba ahí
para consolarme
y explicarlo
todo.
Ahora imagina varias secuencias de The limists of control musicalizadas con Spiderland. Imagina que el protagonista es una especie de Conrad o de Jarmusch al que le gusta conducir durante cuarenta horas para conseguir un encendedor, viajar miles de kilómetros para ver a Laurel Near cantar dentro de un radiador.
Eduardo Padilla
Hotel Hastings.
Ediciones Cinosargo.
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