9/27/2018

Conquista de lo inútil













La parte del campo donde estaba nuestra portería (tribuna este) se elevaba unos diez metros por medio de un dispositivo hidráulico. Para hacer el calentamiento, el portero tenía unas colchonetas dispersas por el área, de modo que al menos podía saltar por aquí y por allá. Al comienzo del partido efectivamente bajaban la portería al nivel del resto del campo, pero la red quedaba tan estirada hacia atrás que parecía un túnel. El adversario, que posiblemente fuese la selección española, llevaba unas camisetas muy desconcertantes, pues junto con las nuestras producían una única, indistinguible confusión de colores. Después del primer pase errado, hecho de buena fe a un contrario que confundía con uno de mi propio equipo, corría hasta donde estaba el juez de línea y le pedía que interrumpiera el partido, después iba a buscar al árbitro, porque nuestro portero también se había liado y no distinguía quién era quién, y ni siquiera los españoles estaban ya contentos. Pero el árbitro se excusaba diciendo que no podía hacer nada, a lo que yo le gritaba que no tardaríamos más de 30 segundos en volver todos con equipamiento blanco. El tipo se mostraba terco hasta la estupidez, como alguien que ya se hubiera puesto de acuerdo con nuestro adversario. Yo sabía que la única forma de ganar el partido era hacer todo por mi cuenta, así ya no habría posibilidad de pasarle la pelota a un oponente indistinguible, es decir que debía regatear yo solo todo el campo, incluso a los jugadores de mi propio equipo, porque se guro que ellos también me confundirían con el adversario. Pero el tormento no acababa ahí.



Werner Herzog
Conquista de lo inútil
Blackie Books. 




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