8/07/2017

La casa se convirtió en mi madre. Mirta Rosenberg.













Una elegía

En la época de mi madre
las mujeres eran probables.
Mi madre se sentaba junto a mi abuela
y las dos eran completamente de carne y hueso.

Yo soy apenas una secuela estable
de aquel exceso de realidad.

Y en la ansiedad del pasado indefinido,
en el aspecto durativo de elegir,
escribo ahora: una elegía.

En la época de mi madre
las mujeres eran perdurables,
completamente hueso y carne.
Mi madre se ponía el collar
de plata y de turquesas
que mi padre le había traído de Suecia
y se sentaba a la mesa como una especia exótica,
para que todo se volviera más grande que la vida,
y cualquier ficción fuera posible. 

En la época de mi madre, las mujeres
eran un quid: mi madre nos contó
a mi hermano y a mí: "cuando salía de la escuela,
iba a buscar a mi padre al trabajo,
en Santa Fe, y los compañeros le decían es un biscuit,
tu hija es un biscuit, y nunca supe qué querían decir,
qué era un biscuit", un bizcocho estando muy enferma,
una porcelana exquisita todavía para nosotros,
y mi hermano apurándola: "¿Y?"

No sé qué es un biscuit, ¿una especie exótica,
algo de todos modos, especial? Igual
andaba delicadamente por la casa, rozando los ochenta
como se roza una herida 
con una gasa.

En la época de mi madre
las mujeres eran muy visibles.
Mi madre se miraba en los espejos
y yo no llegaba a abarcar
su imagen con mis ojos. Me excedía,
la intuía a lo lejos como algo que se añora.

Domo ahora, 
una elegía.

A la criatura adorable
fijada en lo remoto de la foto,
que ya a los ocho años parecía
más grande que la vida. te extraño,
aunque no te conocía. Eso fue antes
que a mí me dieras vida
en un tamaño apenas natural.

Igual,
una elegía.

Y a la otra de la foto que espero
conservar, la mujer bella que sostiene
el libro ante la hija de un año
en el engaño de la lectura:
te quiero por lo que dura, y es suficiente
leer en el presente, aunque se haya apagado
tu estrella.

Por ella, 
una elegía.

Ahora soy la fotografía
y vos el líquido revelador. Tu muerte
me convierte en yo: como una ciencia aplicada
soy la causa y el efecto,
el ensayo y el error, este vacío
de la nada que golpea el corazón
como cáscara vacía.

Una elegía,
cada vez con más razón.







Revelados
[Fragmentos]

Estabas sentada a la mesa de la cocina
diciéndome esto y aquello
sobre la preparación de la comida.
Tenías la mirada seria
pero divertida de quien transmite
secretos irrisorios y definitivos,
como la cantidad de perejil en la simetría
que pedías de las albóndigas, y en el medio
"tu padre era muy ordenado" -intercalabas-,
o "si quisieras podrías ser bella".
Y tu mano aleteaba, y tus párpados batían
-levemente como un pequeño pájaro precioso
que el aire sostiene por galantería.

****

Soñé que me decías
tengo miedo del domingo 24,
-en agosto, el día que moriste-
y me desperté agostada. Nunca te lo dije,
pensando en ese día como en
tu nuevo cumpleaños. Estoy triste,
ahora, cuando me acuerdo de un vestido rojo
que llevabas hace mucho, el día de tu cumpleaños
en pleno febrero, de tu pele con mi padre
-estabas hermosa con el vestido rojo-
y de tu disgusto porque me subió la fiebre.

****

Mi padre era el mundo y él
nos enseñaba todo: a nadar,
conducir, andar en bicicleta,
bailar y hasta disparar armas
de fuego. Yo no creía que el mundo
fuera eso, porque mientras tanto
nos mirabas dulcemente como quien dice
es verdad y qué innecesaria.

****

Cuarenta y cinco años vivimos juntas
-una buena parte de tu vida y de la mía-,
y en ese tiempo fuiste casada, separada
y viuda. Soltera, antes. No sé qué preferías
de tu amplia performance, pero había cierta
comprensión en nuestra mutua compañía,
la transmisión de cosas confusas y sencillas,
secretos de cocina a medias y cierta gracia tuya
cuando yo me iba, y que no aprendí.










La casa se convirtió en mi madre,
un caparazón
que me cuida y me encarcela.

La palabra mamá 
centellea, deslumbra y ciega.

Y yo acá
chocándome con las cosas
por ir de acá para allá.
Palabras es lo que no eran.

Mamá. Mamá.
La hija que ya es abuela.
Unas pocas sílabas rielan
como el mar.

Sentarse y a nadar. 








Un temblor 
que la escala de Richter
no registra: no fui
al funeral de mi hermano,
nunca volveré a hacerlo.
Seguro recordaba
tanto a su madre
como un caballo de ocho años,
dice Shakespeare de alguien,
creo que en Coriolano.
Si no, tal vez
no hubiera hecho mutis
dejándome hija única tardíamente
aquí sentada y con Mamá
por todos lados. 







Mirta Rosenberg
El arte de perder y otros poemas
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