8/08/2017

Indicios. Prólogo. José Kozer.










Indicios y vámonos menguando


La Muerte (tarde o temprano) es el anonimato, que es la verdad. En sentido lato, ante la Muerte, hay poco que hacer. Irremediable, por cierto; hecho natural, pongamos; camino a una realidad superior e imperecedera, es un decir. El ciudadano que soy, que a la vez escribe, o mejor hace poemas, ya no se preocupa demasiado ante la perspectiva, bastante cercana, de la Muerte: acepta como verdaderas las palabras de Montaigne cuando dice (parafraseo) que la Muerte no puede ser nada tan tremendo cuando le sucede a todos: concuerdo. Y de alguna manera sostengo la vida, al menos la propia, y resisto el concepto de la disolución y la Nada, la desaparición del ego y del gusto de vivir, por medio de la escritura, de una vida haciendo poemas, concatenados, forjando una larga guirnalda o laureola (para usar un término que recuerdo haber leído en San Juan de la Cruz) que, y de ahí el título que doy a esta antología de poemas seleccionados de entre la tonga de poemas publicados en más de setenta libros, constituye un indicio, el indicio de una vida más, que no tiene nada de particular, ya que no tiene visos de aventura, de rareza, de peculiaridad, y que no es más que traza, huella destartalada, rastro que es cisco, cisco que es ampo y fragmento y copo de nieve que cae y se deshace. Indicio en el sentido que denota el diccionario como acepción, implicando una cantidad (por grande que sea, como es mi caso) deleznable y pequeñísima de algo, apenas perceptible en un sentido cósmico y desde la perspectiva de la eternidad: algo que no se acaba de manifestar como mensurable y significativo, lo que quiere decir que está ahí, pero y qué: está y pasa desapercibida, de modo que estos miles de versos, y cientos de poemas aquí seleccionados, carecen de causa, no son otra cosa que una índole más, pasan como la garza que no tiene sombra, son en todo caso ánima y acta de nacimiento o defunción: no imploración, pretensión o disputa con el mundo, o con los demás poetas pasados, presentes y futuros: conforman, eso sí, un pequeño mazo de palabras combinadas de una cierta manera por el autor, y que se colocan, desde el rigor de un ceremonial, y desde el rigor de una veneración, en un espacio que representa el Vacío, y que es, siguiendo la tradición budista, un tokonoma. Considero que ante la mueca de la muerte, el poeta, al tratar de dar lo mejor de sí, entrega unos seres de proporciones particulares, ora armoniosos, ora astillados y asimétricos, siempre, quiérase que no, personales, y a la vez, al menos en cuanto intención, universales. En mi caso, ahí los sitúo entre dos lámparas votivas, un plato que contiene una pequeña pirámide de frutas (naranjas, toronjas, manzanas, un plátano manzano, tal vez unos higos en sazón). Me planto delante de este espacio, su Vacío, hago tres reverencias, pienso en el Sutra del Corazón, tal vez lo digo a media voz, contemplo unos instantes la estatuilla de madera de Buda, me doy vuelta y desaparezco en una habitación donde leo, volveré a hacer otro poema, o si el numen me abandona, permaneceré un tiempo imaginando un río al que salgo a pescar, con caña, jamás con red (así lo recomendaba Confucio) junto a Tu Fu o a Li Po. 

Indicios: atibo (la vista que según el budismo carece como todos los sentidos de existencia propia) vislumbra y transmite lo visto, si se quiere, la visión: vestigio (luz que aparece en intermitencias, y desde un módico de luz, imagina): amago, la mano a la hora de inscribir sintiendo y de sentir pensando, apenas sin darse cuenta, con la mayor naturalidad posible, forja sombras, conatos de sombra y luz, una penumbra que sostiene el texto, está en sus cimientos, es el basamento del poema: los indicios se suman a lo largo de una vida que es retahíla de poemas, y desembocan, confluyen en hilachas de lenguaje, ribetes y orlas en que se combinan los sentidos, y un largo texto (en la computadora, apenas una raya que contiene, pongamos, diez mil poemas) que como los sentidos no tiene mayor solidez: todo es indicio de los efímero, impermanencia, agua pasada por rueda de molino que se detuvo: a qué entonces la vanidad de ser alguien, de considerarnos poetas (puke).

Indicios, a mi modo de ver, más que nada, de una vida rutinera, con los altibajos de rigor; días buenos y días malogrados, percances y olvidos, y dentro de esa esfera diaria y normal, la anormalidad, la extrañeza de una vida que de repente, casi diario, se traslada a un espacio otro, en apariencia divergente, y escribe un (otro) poema. El 7 de febrero de 2002 fui a Cuba, por primera vez en más de cuarenta años (no he vuelto) regresé el día 14 de febrero, y desde aquella semana, de la que poco he hablado, hasta el día de hoy, hoy por la mañana en que escribo este prólogo, he escrito, sin proponérmelo (aseguro que sin proponérmelo) un poema, a veces, incluso dos. ¿Qué sucedió en mi interior que disparó como nunca en mí la escritura en proliferación? Siempre fui abundante y prolífico, pero jamás a este extremo. No tengo respuesta a la pregunta que me hago y me he hecho tantas veces (a estas alturas la considero una incógnita, una pregunta en última instancia retórica). Sucedió. Ha sido y es así, hasta la fecha, y mientras dure. Más no digo porque nada pretendo al respecto. Si algo puedo señalar es que he sido dichoso escribiendo poemas que me han permitido, al menos durante el acto de escritura, alejar el fantasma de la muerte, las desastrosas noticias del día, el dolo y la mentira de un mundo que se descompone a pasos acelerados,  y olvidar el paso del tiempo, esa mano derecha de la Muerte que sólo deja gravitar sobre mí cuando estoy sumido en el trance del poema. 








José Kozer
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