10/18/2016

Centuria. Cien breves novelas-río. Giorgio Manganelli.











El animal perseguido por los cazadores experimenta, durante su fuga silenciosa y precavida, innumerables transformaciones que hacen imposible una descripción científicamente aceptable. En efecto, en la primera parte de la fuga se parece a la zorra, tiene el pelo rojizo, pero un hocico más largo que el habitual en las zorras o en otros felinos; tiene una cola larga e inquieta, y moviéndola borra sus huellas; rara vez, sin embargo, los perros se dejan engañar por esta fácil astucia, por lo que la fiera comienza a cambiar de forma y color. En ocasiones se pone verde, de modo que puede mezclarse y ocultarse en la espesura de la selva, y tiene ásperos aguijones, que mantienen a distancia a los asaltantes; ha perdido la cola, y corre a grandes saltos, con repentinos cambios de dirección. Puede suceder que los cazadores intenten herirla, mientras mantiene esa forma, lanzándole piedras con honda; ya que, en tanto que no cambie de aspecto, no pueden hacerlo de otra manera. Las piedras rara vez le hieren: pero sí le molestan, se estiran hasta convertirle en una especie de serpiente alada de color azul, que se desliza lisa y húmeda entre la hierba y la roca; silba, y de su boca sale un tenue vapor: tiene los ojos amarillos. Los cazadores pueden arrojar flechas contra la serpiente alada: pero aunque den en el blanco, no se hunden en la carne, sino que sólo hieren ligeramente la piel, sin sangre. Pese a sus alas, la serpiente no vuela a no ser a ras de tierra; y si algún cazador fuera capaz, con un veloz caballo, de atraparla y asaetearla en la boca, la bestia moriría; pero los caballos tan veloces son escasos y en general asustadizos. Una vez ahí, le resta a la fiera una última mutación; y a alargada, vemos cómo se aplana, igual que algunos peces, hasta el punto de que entre la parte de arriba y la de abajo existe a veces un espesor de pocos centímetros. Una vez así, es un animal vasto, casi una ancha luna delgada; fácil blanco, y el cazador puede disparar con el fusil, sin errarla; pero su materia es tan escasa, que las balas la atraviesan sin que nunca, o casi nunca, la hieran. Pero poco tiempo le queda al cazador: en efecto, inmediatamente el monstruo, sin darse la vuelta, cambia el atrás y el delante, y perros y caballos y cazadores se encuentran delante de una enorme boca dentada, que taciturna, abierta de par en par, les afronta, les descuartiza, les desgarra y les devora.







Cuando fue nombrado guardián de los retretes públicos, experimentó al principio una cierta humillación; y no cabe duda de que su tarea era, y es, humilde. Debía limpiar las tazas, fregar los suelos, dar papel a quien se lo pedía, abrir el retrete con bidet a los clientes exigentes. En la escala social de la sociedad en que vive, pertenecía y pertenece a un peldaño muy bajo, mucho más bajo del barrendero que trabaja al aire libre; él, en efecto, pasa en los retretes muchas horas al día, y jamás ve el sol, ya que los retretes son subterráneos, y están abiertos de la mañana a la noche. Su retrete es sólo para hombres, y eso le alegra, ya que es un temperamento tímido y se sentiría muy embarazado de tener que abrir un retrete a una señora. El ambiente en el que trabaja es húmedo, siempre tibio, con una temperatura que no cambia mucho de estación a estación; el servicio no es perfecto, porque con frecuencia falta el agua, o uno de los dos lavabos no funciona, y la gente que ha orinado hace cola para lavarse, o sale con las manos sucias, y eso no le parece justo. Cobra un sueldo, y los usuarios de los urinarios suelen darle una pequeña propina; sin embargo, durante mucho tiempo lo ha pasado mal. Gradualmente ha comenzado a sentirse mejor, no ya porque no sienta la misera de su trabajo, sino porque ahora lo siente simplemente como un trabajo. Ha llegado, incluso, a experimentar un cierto orgullo, el hecho de ocupar un lugar tan bajo en la escala social le confiere una dignidad, ya que los guardianes de retretes no pasan de una decena en toda la ciudad, y son el punto más bajo, un punto extremo por tanto, y no todo el mundo es capaz de llegar al punto extremo de alguna cosa. Ahora, además, le está ocurriendo otro cambio: se da cuenta, en efecto, de que el hombre que orina, el hombre que se encierra para defecar es algo radicalmente diverso al hombre que camina por las calles de la ciudad, es un hombre que no miente, que se reconoce criatura, tránsito de comida, perecedero, y junto con aquel que, apoyado en los azulejos, está orinando, él ve al hombre desesperado por las propias heces, por la siniestra eficiencia de su cuerpo, por la incertidumbre acerca de lo que significa que el ser humano utilice los genitales para orinar. El lugar ínfimo también es una catacumba, y el guardián de los retretes descubre que el gesto de orinar contiene una súplica, es la suciedad y la realidad, lo ínfimo y lo supremo; y él considera ahora su urinario como una iglesia, y a sí mismo como oficiante. 









De vez en cuando, digamos que a un ritmo de dos o tres veces al mes, este señor recibe unas llamadas telefónicas que podrían no ir destinadas a él, y que, en cualquier caso, le dejan a veces desconcertado, a veces humillado, a veces excitado, pero siempre entristecido. Diferentes voces irrumpen en su vida bastante aislada, y le hablan, distraídamente, de imágenes de vida que él frecuenta. No pocas veces le proponen delitos, complicidades en acciones sórdidas, en engaños; le ofrecen drogas, mujeres "seguramente sifilíticas", cadáveres de hermosas damas, todavía tibios. Él escucha con horror, con vileza, con excitación. Su vida, pobre en acontecimientos, se enriquece con un siniestro fausto, tiene la sensación de que está en el centro de una poderosa trama de extraordinarias infamias, de crueldades inagotables, de blasfemas apariciones. Las voces que le telefonean cambian, pero él cree haber reconocido al menos tres voces: una voz masculina, adolescente, que le da apresuradas citas, no sabe si para pequeñas pero audaces empresas delictivas, o para más maliciosas complicidades corporales; las citas son siempre imprecisas, imposibles de cumplir, pero dichas en tono imperativo, impaciente; a veces mencionan el lugar, pero no la hora, y el lugar resulta inexistente; otras indican el momento de manera provocativa, "Nos vemos ayer, en la calle". Otra voz es femenina, y sólo le habla de comercios carnales, de traiciones, de fugas, de complicidades; ésta suplica en ocasiones que le acoja, quiere entrar en su vida, y cuando se siente tentado de creer en esta alucinación vocal, la mujer le reprocha la prepotencia masculina, la avaricia afectiva, y se comporta totalmente como una mujer inmerecidamente rechazada. En ocasiones le da citas en casas que no existen, a las cuales él nunca ha intentado dirigirse. La tercera voz, masculina, sugiere la imagen de un hombre extremadamente viejo. Podría ser, se ha dicho el hombre, la voz de un muerto que conoció. El viejo habla monótamente de cosas irrelevantes y casuales; del tiempo, de la guerra de los boer, de los bailes que estaban de moda hace muchos años, tal vez hace muchos siglos. No parece que jamás espere una respuesta, y su discurso es impreciso, como si se moviera entre recuerdos cuyo orden ha extraviado. En esta voz, él tiene alguna vez la impresión de reconocer algún indicio de su propio acento. 








Los dos amigos están unidos por una singular forma de complicidad: el primero cree que es un maníaco sexual, el segundo que está aquejado de manía homicida. Esa condición, que en sí misma resulta cualquier cosa menos aburrida, se complica por el hecho de que ambos se consideran unos estetas y por tanto unos contempladores de su propia manía. Se desprende de ahí que el maníaco sexual es de una singular castidad, y el maníaco homicida de una innatural pero elegante dulzura. En efecto, cada uno de los dos ha delegado en el otro la tarea de perseguir la propia manía: por lo que la corresponde al maníaco sexual satisfacer la manía homicida del amigo, y al maníaco homicida vivir la manía sexual del compañero. Naturalmente, el maníaco homicida, en el papel de maníaco sexual no sería capaz de realizar el más modesto y obvio de los homicidios. Por consiguiente, han decidido confiar el uno en el otro: el maníaco sexual le pide al maníaco homicida que realice alguna salvajada, y él consiente; al cabo de veinticuatro horas pasa a informar, relatando estupros, orgías, jovencitas humilladas: naturalmente él no ha hecho nada de todo eso, la mera idea le horroriza, y si viera una dama amenazada por un bruto correría en su defensa, como un antiguo caballero; pero por el afecto que le une al amigo, está dispuesto a fingirse abyecto delincuente; a cambio, uno de los próximos días el maníaco sexual le describirá minuciosamente un terrible e ingenioso delito, realizado en circunstancias tan sutiles e imaginativas, además de improbables, que no aparecerá en ningún diario, si no es con años de retraso. De este modo, el maníaco homicida pasa algunos días en absoluta alegría, y da limosnas a los pobres y dones a la parroquia, en agradecimiento por haber encontrado un amigo tan querido. En realidad, cada uno de ellos sabe que el amigo es totalmente inocente, pero se da cuenta de que una amistad entre dos inocentes no resultaría adecuada a los abismos de su alma; por consiguiente ambos han decidido, en secreto, que cada uno de los dos será el alma negra del otro, ya que sólo de este modo podrán cultivar una delicada, solícita y atenta amistad. 








La ciudad es extremadamente pobre. Hace tiempo que sus habitantes han renunciado a modificar su propia condición, y viven una vida solitaria, cerrada, taciturna. Lentamente, la población disminuye, no ya porque alguno emigre - a nadie se le ocurre ir a "hacer fortuna", como se dice- sino porque los muertos no son sustituidos; si nace un niño, cosa que es muy rara, es ofrecido a las ciudades vecinas, donde se encuentra alguien que lo adopta. Las casas son viejas y están construidas con material que ya comienza a revelar los indicios de una continua y desde hace poco tiempo acelerada decadencia. No existen reales y auténticos trabajos, sino, de vez en cuando, a un cierto número de habitantes se le ordena transportar algunas piedras -tres, cinco- de una calle a otra. Si hay cinco piedras, acuden diez ciudadanos, y cada uno de ellos efectúa la mitad del recorrido; son pagados con monedas desgastadas, ilegibles, que no tienen curso en ninguna ciudad. No pocas veces las pierden, ya que en la ciudad no hay nada que comprar. Viven del miserable producto de los huertos cultivados por gente que no sabe y a la que no le gusta cultivar los huertos. Poseyendo esos huertos, nunca, o casi nunca, salen a la calle. Tienen la impresión de que, sea cual fuere el tiempo, está a punto de llover. No existen sastres, y las ropas se deterioran lentamente, pero dado que la utilización que se hace de ella es mínima, bastarán hasta la total extinción de la ciudad. El origen de tanta miseria es desconocido. Tal vez deba ser atribuido a unas desordenadas crisis religiosas, terminadas en una mortal desorientación. O bien a una red de contemporáneas desilusiones amorosas, que aisló a hombres y mujeres, y empujó a algunos a la soledad, y a otras a matrimonios sin deseo y sin amor. En esta ciudad hace años que nadie se enamora, y aunque, en las largas horas vacías, se lean libros de amor, la cosa es considerada como un juego deshonesto. Al comienzo acudieron a visitar la ciudad equipos de estudio, para entender el mecanismo de tan increíble miseria. Fue enviado un circo que durante dos días actuó, gratuitamente, en la plaza de la ciudad. Acudió un solo hombre, un sordo que tenía la impresión de que se trataba de una ceremonia fúnebre-religiosa. Los restantes ciudadanos permanecieron  encerrados en sus casas, sufriendo intensamente por aquellos fragores lujosos. No puede decirse que esperen su propio fin y el de la ciudad; saben oscuramente que ellos son el final. 



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