10/18/2016

Centuria. Cien breves novelas-río. Giorgio Manganelli (VI)







Un señor meticuloso pero un poco abstracto, recibió cierto día una carta, que realmente llevaba tiempo esperando. La carta procedía de la Oficina de Existencias y le decía, con lacónica cortesía, que era inminente su declaración de existencia dentro de breve tiempo. Se alegró del mensaje, y no hizo nada, ya que con mucha antelación había hecho todo lo necesario para existir, a partir de cualquier momento, con o sin preaviso. Ligeramente eufórico ante la idea de existir, consideró el momento en que se encontraba entonces, esa laguna entre el existir y el no existir, como una especie de vacaciones; puesto que nada podía ocurrirle hasta que no hubiese comenzado realmente a existir, se trató con cierta indulgencia: se levantaba tarde, paseaba gran parte del día, realizaba breves viajes a lugares relajantes y pintorescos. Esperaba la carta definitiva, sin impaciencia, ya que sabía que los trámites eran delicados, las operaciones sutiles, las distancias enormes, el servicio de correos poco eficiente. Al cabo de tres meses de la primera carta, recibió una segunda, que le informaba de un error: la carta anterior le había llegado por culpa de una homonimia diacrónica, ya que un hombre con su mismo nombre y apellido tenía que nacer dentro de seis siglos, en aquella misma ciudad. Por consiguiente, la carta anterior quedaba anulada, y su expediente había sido abierto de nuevo, y estaba en curso de dictamen; aunque la carta no insinuara una inminente existencia, el tono era alentador. Experimentó una ligera contrariedad, pero no estimó oportuno disgustarse, ya que en el universo él seguía siendo una cosa muy pequeña; e intentó considerar el aplazamiento como unas nuevas vacaciones; pero no podía negar que sus inocentes desahogos tenían algo de amargo. La tercera carta llegó al cabo de otros seis meses; evidentemente no se refería a él, y alguien debía haberle enviado una carta ajena, ya que en ella se hablaba de su muerte ya producida, y se lamentaba la fallida entrega en el despacho de la compañía del hombro izquierdo. No pudo dejar de pensar que la Oficina de Existencias cometía graves errores, cosa que le entristeció. Al cabo de un año, una nueva carta, escrita de manera extrañamente al margen de la gramática, aludía por segunda vez al problema del hombro izquierdo, y llevaba una fecha que era nueve siglos posterior al día en que le había llegado. Examinando atentamente el sobre, se dio cuenta de que su hombre estaba escrito con una ligera inexactitud, y en aquel mismo momento dejó tanto de preexistir como de no existir. 








Al salir de una tienda en la que había entrado para comprar una loción para después del afeitado, un señor de mediana edad, serio y tranquilo, descubrió que le habían robado el Universo. En lugar del Universo había sólo un polvillo gris, la ciudad había desaparecido, desaparecido el sol, ningún ruido provenía de aquel polvo que parecía estar totalmente acostumbrado a su oficio de polvo. El señor poseía una naturaleza tranquila, y no le pareció oportuno hacer una escena; se había producido un hurto,  un hurto mayor de lo habitual, pero al fin y al cabo un hurto. En efecto, el señor estaba convencido de que alguien había robado el Universo aprovechando el momento en que había entrado en la tienda. No era que el Universo fuese suyo, pero él, en tanto que nacido y vivo, tenía algún derecho a utilizarlo. En realidad, al entrar en la tienda, había dejado fuera el Universo, sin aplicar el mecanismo antirrobo, que no utilizaba jamás, pues sus enormes dimensiones lo hacían de un uso poco práctico. Pese a su severidad consigo mismo, no se sentía culpable de escasa vigilancia, de imprudencia; sabía que vivía en una ciudad afectada por una delincuencia insolente, pero jamás se había producido un hurto del Universo. El señor tranquilo se dio la vuelta, y, tal como esperaba, la tienda también había desaparecido. Cabía pensar, por consiguiente, que los ladrones no andaban demasiado lejos. Se sentía, sin embargo, impotente y algo molesto; un ladrón que roba todo, incluido todos los comisarios de policía y todos los guardias urbanos, es un ladrón que se sitúa en una posición de privilegio que habitualmente no corresponde a un ladrón; el señor, aunque tranquilo, experimentaba aquel estado de ánimo que lleva a muchos señores a escribir cartas a los directores de periódicos; y de existir periódicos, tal vez lo hubiera hecho. De igual manera, de haber existido una comisaría, habría formalizado una denuncia, precisando que el Universo no era suyo, pero que lo utilizaba todos los días, desde el instante de su nacimiento, de manera cuidadosa y sobria, sin haber tenido jamás que ser llamado al orden por las autoridades. Pero no había comisarías, y el señor se sintió molesto, burlado, vencido. Se estaba preguntando que tenía que hacer, cuando, inequívocamente, alguien le tocó en el hombro, tranquilamente, para llamarle. 







Un famoso fabricante de campanas, de larga barba y absolutamente ateo, recibió cierto día la visita de dos clientes. Iban vestidos de negro, muy serios, y mostraban un bulto en los hombros, que el ateo pensó que podía ser las alas, como se dice que usan los ángeles; pero no hizo caso, porque no era conciliable con sus convicciones. Los dos señores le encargaron una campana de grandes dimensiones -el maestro jamás había hecho ninguna tan enorme- y de una aleación metálica que nunca había utilizado; los dos señores explicaron que la campana produciría un sonido especial, totalmente diferente al de cualquier otra campana. En el momento de despedirse, los dos señores explicaron, no sin una pizca de embarazo, que la campana tenía que servir para el Juicio Universal, que ahora era inminente. El maestro de las campanas rió amistosamente, y dijo que nunca habría Juicio Universal, pero que, de todos modos, haría la campana de la manera indicada y en la fecha concertada. Los dos señores pasaban cada dos o tres semanas a ver cómo avanzaban los trabajos; eran dos señores melancólicos y, aunque admirasen el trabajo del maestro, parecían íntimamente descontentos. Después, durante un tiempo, dejaron de aparecer. Mientras tanto, el maestro finalizó la mayor campana de su vida, y descubrió que estaba orgulloso de ella, y en el secreto de sus sueños le pareció que deseaba que una campana tan hermosa, única en el mundo, fuera usada con ocasión del Juicio Universal. Cuando la campana ya estaba terminada y montada sobre un gran trípode de madera, los dos señores reaparecieron; contemplaron la campana con admiración, y al mismo tiempo con profunda melancolía. Suspiraron. Finalmente, aquel de los dos que parecía más importante, se dirigió al maestro y le dijo en voz baja, casi con vergüenza: "Tenía razón usted, querido maestro: no habrá, ni ahora ni nunca, ningún Juicio Universal. Ha sido un terrible error." El maestro miró a los dos señores, también él con una cierta melancolía, pero benévola y feliz. "Demasiado tarde, señores míos", dijo, con voz baja y firme; y asió la cuerda, y la gran campana sonó y sonó, sonó fuerte y alta y, tal como debía ser, los Cielos se abrieron. 








El caballero que ha dado muerte al dragón -un hombre apuesto, de gran porte, ágil y aseado, aunque mortal- ata la gran masa de temible carne a la silla y se pone en marcha hacia la ciudad. Está orgulloso de la hazaña, aunque oscuramente se dé cuenta de que su lanza ha estado guiada, a partes iguales, por el destino y por la estupidez; pasa por aldeas, y la gente, acostumbrada al terror del monstruo, se encierra en sus casas y atranca las puertas; el caballero ríe, y piensa que en la ciudad el rey le abrazará delante de todo el pueblo y, al menos formalmente, le ofrecerá su hija por esposa. El caballero, arrastrando el cuerpo, los dientes, los ojos entornados del dragón, pasa junto a un cementerio, una iglesia, una casa solitaria; pero nadie se asoma para rendirle homenaje: ni siquiera los muertos, que se limitan a un murmullo que incluso podría ser de reprobación; ¿por qué no sale el sacerdote a bendecir al matador? ¿Por qué los habitantes de la casa no salen a besarle los estribos? ¿Acaso le temen, a él, al hombre que les ha liberado del monstruoso monstruo? El caballero está enojado, y cada vez más orgulloso de su hazaña. He ahí que cruza la puerta de la ciudad, se adentra por la calle mayor que conduce al palacio real; la calle está atestada, pero a medida que avanza percibe que está sucediendo algo extraño: el gentío enmudece, se aparta, desvía la mirada y él sabe que no lo hacen por miedo al horrible monstruo, sino para no mirarle a él, al caballero. No puede dejar de percibir que le está rodeando una sensación de repugnancia; los ciudadanos no sienten miedo, sino asco de él. El caballero está estupefacto, indignado, abrumado. Una ventana se cierra bruscamente, oye o cree oír duros insultos. ¿Acaso no ha matado al dragón? ¿No estaban todos de acuerdo en que el dragón tenía que ser muerto? ¿No había miles de historias de paladines que mataban dragones y obtenían mujeres y palacios y motocicletas japoneses? ¿Tal vez se ha equivocado de dragón? No, nadie había hablado jamás de dos dragones, nunca hay dos dragones. Quisiera sentir ira, pero se siente muy melancólico; no entiende. Se da cuenta de que no es el momento de acudir ante el rey, y he ahí que se detiene en una encrucijada, mientras la gente se aleja. ¿Qué hacer? El caballero desciende del caballo, y se vuelve a mirar al dragón, feo y tranquilo. Por primera vez contempla su cuerpo, su rostro, la piel dura, los espolones tiesos; ¿qué sentimientos experimenta el caballero? Por primera vez está consternado y percibe su suerte de matador del dragón como cómica y torpe; y, confusamente, se da cuenta de que pasará el resto de su vida contemplando aquel cadáver incorruptible. 







Un hada del país de las hadas, célebre por sus distracciones, y por una cierta irritante inutilidad de sus iniciativas, se equivocó un día de tren, y en lugar de llegar a un país en el que vivían otras hadas consanguíneas suyas, todas ellas un poco atolondradas, llegó a un país en el que no había una sola hada y donde nunca habían estado. El hada sólo se dio cuenta de ello después de bajar del tren, y descubrir que ni siquiera sabía dónde se hallaba; durante algún tiempo vagabundeó con la esperanza de encontrar otra hada; pero al poco rato tuvo que rendirse a la evidencia de que aquél no era un país de hadas. La distraída se sintió perdida, y experimentó una gran angustia. No sabía qué tren había tomado en lugar del correcto, y por consiguiente no podía tomarlo de vuelta. Decidió recurrir a una solución poco digna, la de elegir una persona ante la cual aparecerse. Por una parte los niños le gustaban, pero no les creía capaces de darle las informaciones necesarias; también le caían bien los ancianos, pero le asustaba su charla, su obsesión por ser indiscriminadamente útiles. Al final eligió a un señor con un aire a un tiempo tranquilo y excesivamente pensativo; el cual, a decir verdad, era ligeramente propenso a las alucinaciones, fantasías paranoicas, estados crepusculares: en suma, tenía una idea del mundo extremadamente realista y articulada. Creía en las hadas, en los números mágicos, en el buque fantasma. Cuando el hada se materializó delante de él, el señor le saludó de manera solemne, y expresó con sobria elocuencia el placer de encontrar un hada tan distinguida. Aunque era un hombre modesto, ¿podría serle útil en algo? Sí, podía. Se sintió muy halagado. El hada le explicó su problema, y el señor excesivamente pensativo le acompañó gentilmente a la estación, le subió al tren adecuado, le explicó en qué estación debía apearse, y se despidió con una reverencia. Se alejó con los ojos llenos de lágrimas, ya que se había dado cuenta de que en aquel momento quedaba explicada toda su vida vida, pero que la explicación no se repetiría. El hada sintió nostalgia del señor pensativo, y pensaba que sería correcto volver a visitarle; después se le olvidó. El señor pensativo jamás olvidó al hada; de vez en cuando acude a la estación a ver pasar aquel tren; de vez en cuando sube a él, y recorre dos o tres estaciones. Después baja, regresa, e intenta conservar firmemente en sus débiles manos aquel mínimo significado, pero significado total, gracia concedida por un hada distraída, a él el hombre más insignificante y tonto de toda la ciudad.











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