4/26/2016

Caza de conejos. Mario Levrero.



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LXXVI

Desde la noche en que, valiéndose de la superioridad numérica, el tamaño, la fuerza y el factor sorpresa, los conejos tomaron por asalto el castillo y nos desalojaron, se han ido humanizando progresivamente mientas nosotros nos vamos embruteciendo en el bosque.


LXXVII

Para escribir historias de conejos, es precioso dejarse crecer un bigote sedoso y espeso. Después se hace inevitable pasarse varias horas acostado en la cama, mirando el techo, mientras los dedos, inconscientemente, acarician con curiosidad y ternura la novedosa mata. Luego de un tiempo, los dedos se acostumbran a su presencia y la van olvidando; pero, mientras tanto, las historias de conejos surgen solas, inexorablemente.


LXXVIII

Los conejos, plaga social y todopoderosa, había devastado los sembrados y jardines que rodean el castillo. A solas en el castillo, salí esa noche afuera y a la luz de la luna me sentí observado por millares de ojitos rojos y brillantes. Me detuve ante la única rosa que se erguía, intacta, en el jardín destrozado. Caí de rodillas, los brazos extendidos.
- ¡Conejos! -clamé, y la noche me devolvía las palabras en ecos multiplicados-. Vosotros, que poseéis la llave del bien y del mal; vosotros, amos de la vida y de la muerte; vosotros, todopoderosos tejedores de dicha e infortunio; vosotros, quienes me habéis arrebatado mi tesoro, quienes de mi vida no habéis dejado en pie más que esta humilde, única flor; a vosotros, conejos, os suplico. Con humildad, de rodillas. Os suplico que no toquéis esta rosa, que no toquéis esta rosa.
A la mañana siguiente me asomé a la ventana y vi que los conejos habían destrozado salvajemente la rosa y el rosal; los pétalos y las hojas yacían esparcidos, retorcidos, sobre la tierra hollada por millares de patas salvajes y diabólicas. En su lugar habían erigido una enorme estatua de barro, con forma de conejo, que miraba en mi dirección, con una mano en los genitales en actitud procaz y otra en el hocico, haciéndome una cuarta de narices. 


LXXIX

Después de haberlo probado todo en el castillo -los aquelarres, la poligamia, la meditación mística, la acupuntura china, las palabras cruzadas, los conciertos de cámara, la gimnasia yoga, las veladas literarias, el trabajo físico, el ayuno, los juegos parapsicológicos, el cadáver exquisito, la ruleta, la malilla y el tute, la militancia política, los baños de inmersión, la lucha libre, etcétera-, se nos ocurrió que para combatir nuestra constante angustia existencial debíamos dedicarnos a la caza de conejos. Organizamos una expedición, bien armada, planificada y completa.
Cuando llegamos al bosque, parecía que los conejos nos estaban esperando. Bailaban para nosotros con sus polleritas de rafia, nos convidaban con sabrosos refrescos servidos en vasitos de papel encerado, entonaban bellas canciones acompañándose de pequeñas guitarras hawainas. Luego nos propusieron intercambio: tenían alforjas llenas de hermosas cuentas de bellísimos colores, espejitos en los cuales uno podía verse el rostro reflejado con perfección inusitada, collares y pulseras, llaveros y navajitas con inscrustaciones de nácar. Yo no pude resistirme y cambié mi escopeta por un encendedor con tanque de plástico transparente, dentro del cual flotaba una mosquita artificial como las que usan los pescadores.
Todos volvimos prácticamente desnudos al castillo, cargados de objetos brillantes y novedosos para nosotros y nuestras mujeres.
A la mañana siguiente, nos despertamos con la inquietante certeza de haber sido engañados como perfectos imbéciles.


LXXX

El conejo tiene un solo punto débil: su poderoso instinto maternal. Si sus bien adiestrada desconfianza por el hombre no nos permite cazarlos de ninguna otra manera, ni con armas ni con trampas, tenemos un recurso extremo e infalible; vestimos al enano con ropas de bebé y lo dejamos abandonado en el bosque, dentro de una canastita de mimbre. Entre sus ropitas disimula una pistola calibre 45, y es difícil que no regrese con una buena docena de conejos muertos.



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