
XCI
Poco a poco, casi insensiblemente, los conejos pasaron a dominarnos. Nos han cercado en este inmundo castillo, donde nos hacen vivir penosamente. Nos obligan, mediante hábiles técnicas publicitarias o bien por la fuerza a fabricar y consumir toda una serie de productos que no necesitamos realmente. Nuestra otrora pujante y alegre raza de cazadores se han transformado en una opaca y deslucida caricatura. Conservamos nuestras vestimentas y nuestros sombreros rojos, pero ya no nos ocupamos de la caza ni practicamente de nada que valga la pena.
XCII
Cuando en el cine de mi barrio exhiben alguna hermosa y delicada película sobre conejos, la sala se llena de estos repugnantes animales de olor nauseabundo, que estropean las alfombras con sus patas engrasadas. Mastican ruidosamente sus zanahorias mientras se exhibe el film, lo comentan en voz alta con total despreocupación por los otros espectadores, hacen chistes groseros y ríen estrepitosamente durante las partes más sublimes. Lo peor de todo es escuchar sus comentarios, mientras salen poniéndose el sobretodo o del brazo de sus conejas. "Me pregunto dónde está el mensaje", suelen decir.
XCIII
Hemos equipado el castillo con luz eléctrica, heladera, lavarropas, televisión y otros inapreciables artefactos, gracias a los conejos. En efecto: como no hay ningún río cercano, hemos fabricado una gran jaula circular, del mismo tipo de las que se fabrican para las graciosas ardillitas, pero mucha más grande. La fuerza que desarrollan los conejos al tratar de huir, y que hace girar la jaula sobre su eje central, es aprovechada por nosotros, transformada en energía eléctrica y almacenada en un acumulador que surte las instalaciones del castillo. Y no tenemos ningún gasto: no hace falta siquiera alimentar a los conejos. Dada su asombrosa fertilidad, cuando alguno se muere de hambre y fatiga es rápidamente repuesto por otro, que traemos del bosque.
A veces nos preguntamos por qué corren los conejos adentro de la jaula. Nos respondemos, siempre: porque son irremediablemente imbéciles.
XCIV
Un procedimiento muy eficaz para cazar conejos consiste en descubrir su madriguera y hacer una fogata a la entrada, poniendo algunas maderas y hojas verdes que producen un humo espeso. Dirigiendo el humo hacia adentro de la madriguera, por medio de un abanico o un fuelle, en breves instantes aparece el conejo medio asfixiado, tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas. Fácil presa para el cazador.
Pero parece que en los últimos tiempos los conejos han aprendido esta artimaña, y se ha vuelto peligrosa para el propio cazador. En efecto: hay conejos que fabrican otras salidas para su madriguera, lejanas e invisibles, y cuando sienten el humo se escapaban por ellas. Dan un largo rodeo y trepan al árbol que está detrás del cazador agazapado -abanicando o accionando el fuelle con fruición-, y desde allá arriba le dejan caer en la cabeza una pesada bocha, o una roca, o una bala de cañón.
XCV
La madriguera favorita de una variedad especialmente pequeña de conejos es Águeda, la prima del idiota. Ella está casi siempre tendida en la alfombra, junto a la chimenea, con las piernas ligeramente entreabiertas. Uno puede sentarse a prudente distancia, y si tiene paciencia y no hace ruido, observará al cabo de un tiempo la blanca y nerviosa cabecita orejuda que se asoma y mira.
Águeda odia a los cazadores y protege a sus conejitos. Siempre tiene a mano un balde de agua para apagar las fogatas que se hacen algunos cazadores fanáticos. Los conejitos, sabiéndose protegidos, se acodan a veces en la puerta de la madriguera y nos miran pasar con desprecio, con una tremenda expresión de complacencia malvada en sus ojitos redondos.
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