3/30/2016

Polvo







Tembló a las tres horas, tres minutos, treinta y tres segundos de la madrugada, exactas, como si alguien, en algún búnker secreto lleno de mapas y botones rojos, así lo hubiese planificado. Siempre me agradó esa perfección numérica. Yo era muy niño entonces, en febrero del 76, y recuerdo sólo imágenes puntuales de esa noche. Hacerme el dormido para que mi papá me cargara hacia fuera. Mi mamá sentada en el césped, siete meses embarazada, con mi hermano menor aún durmiendo profundamente sobre su regazo. El arribo imprevisto de tíos, primos y abuelos. Las sirvientas llorando en silencio mientras, con las primeras luces del amanecer, cargaban por el jardín una bandeja llena de magdalenas y tazones de café caliente. Los gritos de mi tío porque todos los primos estábamos jugando tenta a la par de unos cristales rotos, felizmente, sin entender que en los cuarenta y nueve segundos que había durando el terremoto habían fallecido, se estimaría después, casi treinta mil personas; sin poder entender que era de muy mal gusto estar feliz. 



Eduardo Halfon.
Mañana nunca lo hablamos.
Pretextos.




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