8/29/2014

Buenos Aires tour










8. Giardino delle Meraviglie
- Oruro y Urquiza -

Dos manzanas cubiertas por un pasto ralo, changuitos, árboles chuecos, bicis, gente que pareciera compartir algo, cierto desinterés, tal vez, por algo que se les escapa. Son las 3 y 30 de la tarde, es jueves, hay exactamente 243 personas en la plaza: viejos, desocupados, madres, mucamas, bebés, una nena que se cae, el calesitero, el vendedor de pochoclo, los socios del Club Bochín, los chicos que juegan al metegol, los choferes de franco, las vecinas que toman sol con el crochet en la mano, los que se besan, te super quiero, dice ella, y él mira para el lado de la autopista, o tal vez lee el cartel que dice Señor dueño de perros, recoja con la bolsita las deposiciones de su animal. Por momentos, el sol se esconde, su trayectoria es incierta. Ahora podría aparecer de la nada Petrouschka y hacer su número con la muñeca de madera que gira con movimientos mecánicos como en El Louvre de las Marionetas ¿Qué es lo que desencadena esta sensación de tristeza? Pasan pájaros, sombras, vehículos. De todo tiempo, en los tres casos. Todo lejos, muy lejos, del clima urbano en blanco y negro de Jules Dassin.



9. La muerte en Samara
- Chile y Perú -

Según una historia sufí, un mercader sueña que la Muerte vendrá a buscarlo al día siguiente. Al despertar, asustado, decide partir de inmediato a Samara. En el momento en que va saliendo de la ciudad, el Caballero de la Muerte, que acaba de llegar, lo mira pasar perplejo. Después sacude la cabeza y explica a su escudero: ¡Qué curioso, no esperaba verlo aquí, tengo una cita con él mañana en Samara!
También la vida, como la muerte, trabaja en círculos. Ciertas cosas parecen volver, a intervalos concisos, para alumbrar ese enigma que suele ocultar su forma en la inmensa telaraña de relatos que es el mundo.
Esta es la Plazoleta Rodolfo Walsh. Alguien mira desde un conventillo. Hay un hombre con dos pequineses, un banco, una palangana de plástico. Pasan taxis vacíos, un colectivo de la línea 86, un Falcon verde, con patente. Atrás, desde algún lado, una musiquita del Litoral. Pobrísima la plazoleta de piedra. COmpañeros Fusilados, Jorge A. Ulla, Ana María Villarreal, Mario Delfino, Presentes. Disculpe, dice el hombre de los pequineses, ¿qué fecha es hoy? No contesto. (La pasión hace un drama de las piedras inertes.) Carlos Astudillo, Susana Lesgart, Mariano Pujadas, Muerte Ternura.
Esta es la plazoleta Eodolfo Walsh: 3 metros cuadrados de adoquín y vergüenza, una placa del Honorable Concejo Deliberante y cinco pequeños féretros de plástico azul donde se lee Cliba, mantenga limpia a su ciudad. Despues, nada. La impresión de un sueño en el margen borrado de otro sueño. El otoño imbatible. La filosofía de la lluvia, indiferente a la escritura y la maldad, sobre una foto de Trelew que nunca vi. Disculpa, insiste el hombre de los pequineses, ¿sai parlare italiano?



10. Viaje al País de los Tímidos
- Ayacucho y Peña -

Buenos Aires, dijo Le Corbusier, es la ciudad más errónea, inhumana e indefendible que conozco. Penoso espectáculo de pesadilla intensa, dijo. Damero sin espíritu, desorden que vuelve las espaldas a su propio río que, a su vez, no se mira en el cielo argentino y, de ese modo, no ve la fenomenal línea de luz, huyendo desde el corazón de la ciudad, a aras del agua, hacia el extremo abierto de la noche. He pensado, dijo, que nada existe en Buenos Aires. Tomemos por ejemplo, la esquina de Ayacucho y Peña. Allí la Arquitectura está ausente. No hay ateliers de artistas, ni construcciones impalpables, ni monoblocks donde un hombre pensó hace mucho: cuando me haga la casa, pondré un florero en el vestíbulo y mi perrita Ketty tendrá su salón. No hay villas estilo italiano, ni hospitales de estatuas, ni catedrales blancas que repiten la única pregunta humana verdadera: ¿existe o no existe Dios? Desprovista de mar, de árboles y de cielo, esta esquina, definitivamente, desconoce la horizontal insigne. Aquí tan sólo nace Peña. O muere, who knows



11. The Pleasures of Urban Decay
-Uruguay y Corrientes -

Transportado de pronto a una de las esquinas de esta ciudad, Julius Knipl, el fotógrafo inmobiliario de la historieta de Ben Katchor, registra en su libretita, indistintamente, lo que ve, recuerda o sueña: una invitación a un concierto, una noche fría de diciembre en que emprendió un viaje alrededor de su pieza, una mujer con tapado de piel y celular en la mano, una isla cuyo motivo es (a veces) feliz, un puesto ambulante de magiclicks, pilas y calendarios, Leopardi en el Diálogo entre la Moda y la Muerte, un carrito azul con dos ruedas que ofrece cubanitos a un peso, un pasaje del Bhagavad Gita, y alguno que otro punk, todo dispuesto como si el arte fuera una retórica del paseo, la obsesión una obsoleta máquina de conmover.
Julius Knipl cambia por un segundo de posición y vuelve a considerar cada cosa, una por una, porque cada cosa es un plano fijo que habla el lenguaje ondulante de las banderas. Después, si está inspirado, pensará: todo aquello que no tengo es lo que paseo, el mundo soy yo. O bien, lo que es igual: no existo en absoluto y por ende, no puedo dejar de existir, How much I love yo, Unreal City. Después, aliviado, retornará a la Isla de la Escritura donde la infancia no pasa jamás.







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