4/09/2014

Nobleza de sangre











Gracias, Señor, por habernos enviado el SIDA.
Todos los tecatos y los maricones de New York,
San Francisco, Puerto Rico y Haití te estaremos
eternamente agradecidos por tu aplomo de Emperador del Todo y
de la Nada (y si no me equivoco, de Católicos Apostólicos Romanos).
Los heterosexuales del centro de África, creo,
que son ingratos al no reconocer quel SIDA
les ha permitido entrar a la modernidad sin prejuicios,
aunque ya sí saben que la falta de lluvia y de alimentos
son tus justas artimañas de purificador y arquitecto de almas.
Señor, perdona a los bisexuales por su confusión innata
de creer quen la variedad de cuerpos está el gusto,
y sobre todo perdona a la mayoría moral, intachable y serena
que aún ignora la dulce cortadura de tu espada de carne.
Señor, si a alguien le debes agradecer la restauración de tu fama
es al evangelio de carpas, al ejército de circos y jaulas invisibles
que como un río de agua viva de hermanos y hermanas sementales de fe
rechaza tu perfecta belleza de almanaque y como de botánica,
y restituye en lenguas desconocidas hasta por filólogos, tu palabra.
Señor, perdona mi soberbia con los evangelistas de la televisión
y el decoro obsesivo con que piden tanto dinero en tu nombre
porque saben que tuyo es todo el oro de los Incas y el dólar noble.
Perdona a dos o tres poetas de la palabra escrita y a dos o tres
del cine que saben que la seda ni el terciopelo ni el brocado
podían ser tus telas favoritas y restituyeron tu divina mugre
de cuneta, igualando loza y broza en blanco y negro y techinicolor.
Señor, me consta que muchos pacientes de SIDa que tiernamente creen
quel hombre (y creo que también la mujer) fueron hechos a tu imagen
y semejanza, piensan que tú has pasado por toda esa caterva
de enfermedades infecciosas que a los pacientes de SIDA nos aquejan
(y mira que hemos sido pacientes): esos sudores o escalofríos nocturnos
(como si para ti la noche existiera), ese cansancio eterno, Señor,
que no me deja caminar (y mucho menos dejar de escribir mi poesía),
esa marginación sin límite, ese asco colectivo al Kaposi Sarcoma
y a la tuberculosis, a la flaquencia y a los hongos epidérmicos.
Pero el apego a la vida de este mundo ha hecho a los pacientes de SIDA
ignorantes del contrato. Los cuentos mágicos de los lepropsos y el de Lázaro
deben haber sido escritos en la China y como dice el ref´ran:
yo  no creo ni en el médico chino, aunque sí creo en Las mil y una noches.
Señor, me voy a tomar la poca libertad que me queda, colonizado al fin,
y definir nuestra identidad: ¡Que nos llamen sidosos de una vez y todas!
Ya han cometido contra nosotros las barbaridades (y muchas más) que
dicen haber hecho contigo (con métodos privilegiados por nuestra era,
claro está). Señor, sólo me queda bregar con el asunto de tu identidad.
No voy a entrar en cuestiones personales ni a invadir tu intimidad
(que es inviolable), pero ¿qué te llevó a otorgales la franquicia
de la segunda destrucción de Sodoma, a los americanos? Freud diría:
¿Será, tal vez, tu soledad total, tu colosal hastío, tu complejo 
de culpa con tantos genocidios, tu frustración sexual con los apóstoles,
o la ingenua ilusión de creer quel derecho al amor, a la carne secreta,
a la vida y la muerte aún te pertenecen con affidavit de cuna?






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