1/09/2014

El hundimiento del Titanic
















CANTO XIX

Había un hombre en el mar, flotando
en un tablón, en una mesa,
no, no era una mesa, era una puerta,
a la que se aferraba, bamboleado
arriba y abajo, de vez en cuando
algo helado le inundaba el rostro,
sin devorarlo. No veía nada,
nadie le veía los ojos, porque tenía la cara
pegada al tablón, era un hombre pequeño,
aplastado, como si una enorme  mano 
lo hubiese clavado a la puerta.
Sólo los muertos se ven tan pequeños. Algunos
que pasaban cerca en un bote lo llamaron,
pero él no respondió. Debe de estar muerto,
dijeron algunos, pero hubo quienes le quisieron ayudar.
Otra vez la vieja disputa. Remaron hasta dejarlo atarás,
discutieron otra vez, y regresaron.
Lo subieron  a bordo zafándole los nudos
con que se había crucificado a sí mismo
a los goznes de la puerta. ¡Es un niño!,
exclamó alguien, volviéndolo boca arriba, y empezaron
a frotarle las manos. Era un japonés.
Abrió los ojos, habló en su lengua nativa,
y a los pocos minutos se puso en pie de un salto,
alzó los brazos, brincando, moviendo los pies,
y enseguida tomó los remos y remó hasta el amanecer,
golpe a golpe, charlando alegremente
todo el tiempo. No estaba muerto
ni era el Mesías,
y nadie entendía lo que decía.











CANTO XXI

Después, como siempre, todo el mundo lo había visto venir,
excpeto nosotros, los muertos. Después abundaron 
los presagios, los rumores y las versiones cinematográficas.
Alguien mencionó las carreras de perros
celebradas en la cubierta C, deporte bastante raro
para un barco; habían preparado liebres metálicas
con pintura brillante, movidas por un ingenioso mecanismo,
para incitar a los galgos a realizar esfuerzos ilícitos;
se cuenta que muchos pasajeros menesterosos perdieron
sus últimas guineas en este monótono pasatiempo. Y qué decir
de la grieta en la campana del barco, y del hecho
de que se había tornado agrio el burdeos Château Larose del 88
utilzado en el bautizo del barco; la conducta misteriosa
de las ratas en Queenstown, última escala del viaje;
y el silenciado caso de la furia sanguinaria
en la capilla del barco. Ominosos accidentes,
vicios innombrables; pero ¿por qué hemos de cargar
con la culpa? ¿Cómo sospechar que se daban latigazos
a las duquesas debajo de las mesas de juego? ¿Que las niñas
menores de edad pedían auxilio por los conductos de ventilación
y que en los baños turcos había hermafroditas
mostrando sus orificios? Ahora, retrospectivamente,
todo el mundo alega haber oído el sonido de un órgano,
sin que lo tocaran manos humanas, y que pasó la noche
emitiendo profanas tonadas, como última advertencia 
a todos nosotros.
"Divina Némesis" ¡Fácil decirlo una vez ocurrido!
Las penúltimas palabras de un grave caballero
poco antes de hacernos a la mar:
¡Ni Dios mismo podría hundir este barco! Bueno,
no lo oímos. Estamos muertos. Nada sabíamos.










PARA UNA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

Aquí tienes una caja,
una caja grande
con una etiqueta que dice
caja.
Ábrela,
y dentro encontrarás una caja,
con una etiqueta que dice
caja dentro de una caja cuya etiqueta dice
caja.
Mira adentro
(de esta caja,
no de la otra)
y encontrarás una caja
con una etiqueta que dice...
y así sucesivamente,
y si sigues así,
encontrarás 
tras esfuerzos infinitos
una caja infinitesimal
con una etiqueta
tan diminuta,
que lo que dice
se disuelve ante tus ojos.
Es una caja
que sólo existe
en tu imaginación.
Una caja
perfectamente vacía.



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