1/17/2014

El hundimiento del Titanic












CANTO III

Recuerdo La Habana, las paredes desconchadas,
la insistente fetidez ahogando el puerto,
mientras el pasado se marchitaba voluptuosamente,
y la escasez roía día y noche
el añorado Plan de los Diez Años,
y yo trabajaba en El hundimiento del Titanic.
No había zapatos, ni juguetes, ni bombillas,
ni un solo momento de calma jamás,
los rumores eran como moscardones.
Recuerdo que entonces todos pensábamos:
Mañana será mejor, y si no mañana,
entonces pasado mañana. Bueno, tal vez no mucho mejor
en realidad, pero al menos diferente. Sí, todo
será bastante diferente.
Una sensación maravillosa. ¡Cómo la recuerdo!

Escribo estas frases en Berlín, y al igual que Berlín
huelo a viejos cartuchos vacíos,
a Europa del Este,
a sulfuro, a desinfectante.
Vuelve el frío poco a poco,
y poco a poco leo las ordenanzas.

Allá lejos, detrás de innumerables cines,
se alza,  inadvertido, el Muro,
y más allá, distantes y aislados, hay otros cines.
Veo a extranjeros con zapatos recién estrenados
desertando solitarios por la nieve.
Tengo frío. Recuerdo -es difícil creerlo,
apenas han transcurrido diez años-
los extrañamente esperanzados días de la euforia.

En aquel entonces nadie pensaba en el fin,
ni siquiera en Berlín, que hacía tiempo que había
sobrevivido a su propio fin. La isla de Cuba
no vacilaba bajo nuestros pies. Nos parecía 
que algo estaba próximo, algo que inventaríamos.
Ignorábamos que hacía tiempo que la fiesta
había terminado, y que todo lo demás
era asunto de los directores del Banco Mundial
y de los camaradas de la Seguridad del Estado,
exactamente como en mi país y en cualquier otra parte.

Buscábamos algo, algo habíamos dejado atrás
en la isla tropical, donde la hierba crecía
hasta cubrir la chatarra de los Cadillac. Se había
agotado el ron, los plátanos se habían desvanecido,
pero buscábamos algo más - es difícil especificar
qué era realmente- y no acabábamos de encontrarlo
en este diminuto Nuevo Mundo
que discute ávidamente sobre azúcar,
sobre la liberación, y sobre un futuro abundante
en bombillas, vacas lecheras y maquinaria por estrenar.

En las calles de La Habana, las mulatas
me sonreían con sus fusiles automáticos
al hombro. Me sonreían a mí y a algún otro,
mientras yo trabajaba y trabajaba
en El hundimiento del Titanic.
No podía dormir en las noches calurosas.
No era joven -¿qué quiere decir joven
Vivía junto al mar -pero tenía casi diez años menos 
y estaba pálido de anhelos.

Probablemente ocurrió en junio, no
en abril, poco antes de Semana Santa;
paseábamos por la Rampa
después de medianoche, María Alexandrovna
me miró con ojos encendidos de cólera,
Heberto Padilla estaba fumando,
todavía no lo habían encarcelado.
Pero hoy ya nadie le recuerda, porque está perdido,
un amigo, un hombre perdido,
y algún desertor alemán estalló en una risa deforme,
y también acabó en prisión, pero eso fue después,
y ahora está aquí otra vez, de nuevo en su país,
embriagado y haciendo investigaciones de interés nacional.
Resulta raro que yo lo recuerde todavía,
sí, es poco lo que he olvidado.

Charlábamos en una jerga híbrida
de español, alemán y ruso,
acerca de la terrible zafra
azucarera de los Diez Millones
-hoy ya nadie la menciona, desde luego.
¡Maldito azúcar! ¡Vine aquí de turista!,
aulló el desertor y después citó a Horkheimer,
¡nada menos que a Horkheimer en La Habana!
También hablamos de Stalin, y de Dante,
no puedo imaginarme por qué,
ni qué relación guarda Dante con el azúcar.

Y miré hacia fuera distraído
sobre el muelle del Caribe,
y allí vi, mucho más grande
y más blanco que todas las cosas blancas,
muy lejos -yo era el único que lo veía allí
en la oscura bahía, en la noche sin nubes
y en un mar negro y liso como un espejo-
vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana,
deslizándose hacia mí, inexorable y blanco.






DECLARACIÓN DE PÉRDIDAS

Perder el pelo, perder la calma,
¿me explico?, perder el tiempo,
librar una batalla perdida,
perder peso y esplendor, perdón, no importa,
perder puntos, déjame terminar de una vez,
perder la sangre, perder al padre y a la madre,
perder el corazón, hacer tiempo perdido
en Heidelberg, y ahora otra vez,
sin parpadear, el encanto de la novedad,
olvídalo, perder los derechos civiles, me do cuenta,
perder la cabeza, por favor
si no puede evitarse,
perder el Paraíso Perdido, y qué más,
el empelo, al Hijo Pródigo,
perder la cara, que le vaya bien,
dos Guerras Mundiales, una muela,
tres kilos de sobrepeso,
perder, perder, y volver a perder, hasta
las ilusiones perdidas hace tanto tiempo,
y qué, no desperdiciemos una palabra más
en la tarea perdida del amor, digo que no,
perder de vista la vista perdida,
la virginidad, qué lástima, las llaves,
qué lástima, perderse en la multitud,
perderse en las ideas, déjame terminar,
perder la mente, el último céntimo,
no importa, termino en un momento,
las causas perdidas, toda sensación de bochorno,
todo, golpe a golpe,
¡ay!, hasta el hilo del relato,
el carnet de conducir, las ganas.





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