1/15/2014

El hundimiento del Titanic






















CANTO IV

¡Aquellos sí eran buenos tiempos! Creía
en cada palabra que escribía, y escribía
El hundimiento del Titanic.
Era un buen poema.
Recuerdo exactamente
cómo comenzaba, con un sonido.
"Se oye un rasgueo", escribí,
"que se detiene. Silencio". No,
no era así. "Un sutil tintineo".
"el tintineo de la cubertería de plata".
Sí, era así como empezaba, creo.
Más o menos. Y así sucesivamente.
Cito de memoria.
He olvidado el resto.

¡Qué agradable sensación la de ser
ingenuo! NO quería convencerme
de que la fiesta tropical había terminado.
(¿Qué quieres significar con "fiesta"? Eraq el apuro,
no finjas, el apuro y la necesidad.)
Ahora, pocos años después,
todo funciona ya,
hay zapatos para todos,
suficientes bombillas y desempleados,
nuevas maquinarias y reglamentos.
Siento frío en los huesos,
un anacronismo
dentro de un anacronismo.

Me llega el olor del carbón quemándose.
Allí donde Europa es más sucia,
allí vivo bajo estatuas de hierro
de los Hohenzoller, que se pudren lentamente,
y miembros del Comité Central,
en amarga y angustiosa miseria nacional,
y recuerdo, y reúno todas
mis remembranzas. No te preocupes,
solía decirme a mí mismo, no es más que un espejismo,
en realidad la isla de Cuba
no vacila bajo nuestros pies.

Y tenía razón yo entonces,
porque en aquella época nada zozobraba
excepto mi poema
acerca del hundimiento del Titanic.
Era un poema escrito a lápiz
en una libreta forrada
de negro, no tenía copia,
porque en toda la isla de Cuba
no había en aquella época una sola hoja de papel carbón.
¿Te gusta?, le pregunté
a María Alexandrovna, y entonces
lo metí en un sobre comercial.
Partió del puerto de La Habana
en una saca postal hacia París
y nunca más apareció.

Todos conocemos el resto de la historia.
Afuera está nevando. A veces
trato de retomar el hilo, y a veces,
como ahora por ejemplo, creo haberlo encontrado.
Tiro de él. El velo se rasga en dos
con un sonido silbante, y en la ancha luz del día
los reconozco a todos: a las mulatas,
al capitán de barba blanca,
a Dante (1265-1321), a Jerome el fogonero
(se ignora su nombre de pila (1888-1912),
al Viejo Maestro de Umbría
con las uñas manchadas de pintura,
nacido en tal añpo
y muerto en tal otro,
María Alewxandrovna (1943-     )...
Todos ellos, 
los que murieron congelados, los que se ahogaron,
1217 en total, o 1500,
según otros. ¡Sigan discutiendo,
carcomas! ¡Sigan discutiendo, gusanos!
Yo sí los conocía a todos,
hasta a los cinco chinos, aplastados
como sacos de harina contra el entablado
del bote salvavidas. Creo conocerlos,
pienso que viven todavía,
pero no estoy dispuesto a jurarlo.

De modo que estoy sentado aquí, metido
en frazadas, mientras afuera nieva. Y me divierto
con el final, el hundimiento del Titanic.
No hay nada mejor que hacer.
Como un Dios, dispongo de tiempo.
No tengo nada que perder. Me ocupo
del menú, de los radiogramas, de los ahogados.
Los recopilo, los rescato
de las negras aguas heladas del pasado.

Restos, frases rotas,
cajas de fruta vacías, grandes sobres comerciales
color cuero, empapados y manchados de agua salada,
recojo versos de las olas,
de las oscuras y cálidas olas
del Caribe, infestado de tiburones,
de versos desmembrados, de salvavidas
y souvenirs en torbellino










CANTO V

Tomen lo que les han quitado,
tomen a la fuerza lo que siempre ha sido suyo,
gritó, congelándose en su ajustada chaqueta,
su pelo ondeando bajo el pescante,
soy uno de ustedes, gritó,
¿qué esperan? Éste es el momento,
echen abajo las barandas,
tiren a esos degenerados por la borda
con todos sus baúles, perros, lacayos,
mujeres, y hasta niños,
usen la fuerza bruta, los cuchillos, las manos.
Y les mostró el cuchillo,
y les mostró las manos desnudas.

Pero los pasajeros del entrepuente,
emigrantes, todos a oscuras,
se quitaron las gorras
y lo escucharon en silencio.

¿Cuándo tomarán la venganza,
si no ahora? ¿O es que no pueden 
soportar ver sangre?

¿Y la sangre de sus hijos?
¿Y la suya? Y se arañó la cara,
y se cortó las manos,
y les mostró la sangre.

Pero los pasajeros del entrepuente
lo escuchaban inmóviles.
No porque él no hablara lituano
(no lo hablaba), ni porque estuvieran ebrios
(hacía tiempo que habían vaciado
sus anticuadas botellas
envueltas en toscos pañuelos),
ni porque estuvieran hambrientos
(aunque estaban hambrientos).

Era otra cosa. Algo
difícil de explicar.
Entendían bien
lo que él decía, pero no lo 
entendían a él. Sus frases
no eran las frases de ellos. Golpeados
por otros miedos y otras esperanzas,
aguardaban allí pacientemente
con sus bolsos, sus rosarios,
sus raquíticos hijos, recostados
en las barandas, dejaron 
pasar a otros, prestándole atención
respetuosamente,
y esperaron hasta que se ahogaron.






2 comentarios:

Danilo T. Brown dijo...

este poema es de quién?

costa sin mar dijo...

Es de H. Magnus Enzensberger, en las etiquetas está la autoría.