12/11/2012

Childhood: sickness (2)












ARBORETO

Teníamos el problema de la edad, el problema de querer quedarnos.
Sin necesitar ya, siquiera, hacer algún aporte.
Simplemente, queríamos quedarnos: ser, estar aquí.

Y mirar las cosas, pero sin verdadera avidez.
Curiosear, sin comprar nada.
pero éramos demasiados; consumíamos tiempo. Dejamos sin lugar
a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros amigos.
Hacíamos mucho daño,
sin intención de hacerlo.

Seguíamos planeando cosas, arreglando las cosas que se rompían.
Reparando, mejorando. Viajábamos, hacíamos jardines.
Y descaradamente seguíamos plantando árboles y perennes.

pedíamos tan poco del mundo. Entendíamos
que dar consejo era una ofensa, hablar de más. Nos reprimíamos:
éramos correctos, callábamos.
Pero no podíamos curarnos del deseo, no del todo.
Nuestras manos, cruzadas, hedían a deseo.

¿Cómo fue que hacíamos tanto daño, simplemente sentados y observando,
paseando, los días de sol, en el parque, por el arboreto
o sentados en los bancos frente a la biblioteca pública,
dándoles a las palomas el alimento que llevábamos en bolsas de papel?

Éramos correctos, y sin embargo el deseo nos perseguía.
Como una gran fuerza, un dios. Y los jóvenes
se ofendían; como reacción sus corazones
se enfriaban. Pedíamos

tan poco del mundo; las pequeñas cosas nos parecían
una gran riqueza. Tan sólo oler una vez más las primeras rosas
del arboreto: pedíamos
tan poco, y nada reclamábamos. Y los jóvenes
igual se marchitaban.

O se asemejaban a las piedras del arboreto: como si
seguir existiendo, o pidiendo tan poco durante tantos años, significara
que lo pedíamos todo.




GRACIA

Nos enseñaron, en esos años,
a no hablar nunca de buena suerte.
A no hablar, a no sentir:
era un paso ínfimo para una niña 
con un poco de imaginación.

Y sin embargo se hacía una excepción
con el lenguaje de la fe;
nos entrenaban en los rudimentos de esa lengua
como una precaución.

No hablar con arrogancia en el mundo
sino hablar como homenaje, abyectamente, en privado...

¿Y si una no tenía fe?
SI una creía, ya en la infancia, solamente en el azar...

¡qué palabras tan potentes usaban los maestros!
Desgracia, castigo: muchos
preferíamos quedarnos mudos, aun en presencia de lo divino.

Nuestras voces eran esas que se alzaban en lamentos
contra las crueles vicisitudes.
Nuestras eran las sombrías bibliotecas, los tratados
sobre la aflicción.  En la oscuridad, nos reconocíamos mutuamente;
veíamos, en la mirada de los otros,
la experiencia nunca expresada en palabras.

Lo milagroso, lo sublime, lo inmerecido:
el simple alivio de despertarse una vez más a la mañana...
sólo ahora, a las puertas de la vejez,
nos atrevemos a hablar de esas cosas, o a confesar, con entusiasmo,
incluso nuestras más pequeñas alegrías. En cualquier caso,
pronto desaparecerán: nuestras vidas son aquellas
en las que este saber llega de regalo.



LA PUERTA DESPINTADA

Finalmente, en la edad madura,
sentí la tentación de volver a la infancia.

La casa era la misma, pero
la puerta era diferente.
Ya no era roja... madera sin pintar.
Los árboles eran los mismos: el roble, el haya roja.
pero la gente -todos los habitantes del pasado-
ya no estaban: perdidos, muertos, mudados a otra parte.
Los niños de enfrente,
hombres y mujeres viejos.

El sol era el mismo, los jardines
agostados, pardos en verano.
pero el presente estaba lleno de extraños.

Y en cierta forma todo era exactamente correcto,
exactamente como lo recordaba: la casa, la calle,
el próspero pueblito...

No era para volver ni reclamar,
sino para legitimar
el silencio y la distancia,
la distancia del lugar, del tiempo,
la desconcertante fidelidad de la imaginación y el sueño...

Recuerdo mi infancia como un largo deseo de estar en otra parte.
Ésta es la casa; esta debe de ser
la infancia de la que hablaba.






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