12/11/2012

Childhood: sickness (1)












JUVENTUD

Mi hermana y yo en los dos extremos del sofá,
leyendo (supongo) novelas inglesas.
La televisión encendida; diversos libros escolares abierto,
o marcados en ciertos sitios con hojas de cuaderno.
Euclides, Pitágoras. Como si hubiéramos explorado
los orígenes del pensamiento y preferido las novelas.

Tristes sonidos de nosotras, creciendo...
una penumbra de violonchelos. Ni rastro 
de una flauta, de un piccolo. Y entonces parecía
casi imposible concebir que algo de eso 
fuera a cambiar o fuera maleable.

Tristes sonidos. Anécdotas
que eran en realidad naturalezas muertas.
Las páginas de las novelas que van pasando;
los dos perros que roncan suavemente.

Y desde la cocina,
los sonidos de nuestra madre,
olor a romero, a cordero que se asa.

Un mundo en pruceso
de cambio, de construcción o desaparición,
y sin embargo no era así cómo vivíamos;
todos vivíamos nuestras vidas
como la simultánea promulgación ritualizada
de un gran principio, algo
sentido sin entender.
Y los comentarios que hacíamos
eran como parlamentos de teatro,
dichos con convicción pero no por decisión propia.

Un principio, un aterrador mandato familiar
que implicaba oponerse al cambio, a la variación,
un rechazo incluso a hacer preguntas.

Ahora ese mundo empieza
a cambiar y a girar a nuestro alrededor, sólo ahora
que ya no existe más.
Se ha convertido en el presente: interminable y sin forma.



RADIO

Cuando el verano acabase, mi hermana iba a ir a la escuela.
Basta de quedarse en casa con los perros,
esperando que le llegara el momento. Basta
de jugar a la casita con mi madre. Se estaba haciendo mayor,
ya podía ir en coche con los padres que se turnaban para llevarnos.

Nadie quería quedarse en casa. La vida real
era el mundo: una descubría el radio,
bailaba la reina de los cisnes. Nada

justificaba a mi madre. nada justificaba
dejar de lado el radio porque una advirtiera finalmente
que era más interesante hacer las camas,
tener hijas como mi hermana y yo.

Mi hermana vigilaba los árboles; las hojas
no cambiaban de color con suficiente rapidez. No cesaba de preguntar
¿ya era otoño, hacía bastante frío?

Pero todavía era verano. Yo yacía en la cama,
escuchando la respiración de mi hermana.
Alcazaba a ver su pelo rubio a la luz de la luna;
bajo la sábana blanca, su pequeño cuerpo de duende.
Y sobre el escritorio, podía ver mi nuevo cuaderno.
Estaba como mi cerebro: limpio, vacío. En seis meses
lo que estuviera escrito allí estaría también en mi cerebro.

Contemplaba el rostro de mi hermana, un lado enterrado en su oso de peluche.
La estaba guardando en mi cabeza, como un recuerdo,
como los hechos que figuran en un libro.

No quería dormir. Nunca quería dormir
en esa época. Después no quería despertar. No quería 
que las hojas cambiaran de color, que la noche cayera más temprano.
No quería amar mi ropa nueva, mi cuaderno.
Sabía lo que eran: un soborno y una distracción.
Como la excitación de la escuela: la verdad era
que el tiempo avanzaba en una dirección, como una ola alzando
la casa entera, el pueblo entero.

Encendí la luz, para despertar a mi hermana.
Quería a mis padres despiertos y alerta; quería
que dejaran de mentir: pero nadie despertó. Me senté en la cama
a leer mis mitos griegos a la luz del velador.

Las noches eran frías, las hojas cayeron.
Mi hermana estaba cansada de la escuela, extrañaba estar en casa.

Pero era demasiado tarde para volver, demasiado tarde para detenerse.
El verano había pasado, las noches eran oscuras. Los perros
usaban mantas de lana para salir.

Y después acabó el otoño, el año acabó.
Estábamos cambiando, crecíamos. Pero 
no era algo que una decidiera hacer;
era algo que ocurría, que una 
no podía controlar.

Pasaba el tiempo. El tiempo nos llevaba
cada vez más rápido hacia la puerta del laboratorio,
y después del lado de la puerta hacia el abismo, la oscuridad.
Mi madre revolvía la sopa. Las cebollas,
por milagro, se convirtieron en parte de las papas.



BOCETO DE MI HERMANA

Aquí en Norteamérica respetamos
lo concreto, lo visible. Preguntamos
¿Para qué sirve? ¿Qué  nos ofrece?

Mi hermana
dejó el tenedor. Se sentía, dijo,
como para arrojarse a un precipicio.

Se ha cometido un crimen
contra un ser humano

como contra la niña pequeña
que se pasa todo el día entretenida
con los bloques de colores

hasta que alza la vista,
finalmente radiante,
ofreciéndose como un regalo,
entregándose a sus padres nuevamente

y ellos le dicen
¿Qué construiste?
y después, como ella parece
tan perpleja, tan confundida,
le repiten la pregunta.



LLUVIA DE VERANO

Se suponía que éramos, todos nosotros,
un círculo, una línea cuyos puntos
tenían igual peso, igual tensión, estaban
igualmente próximos al centro. A mí
no me parecía así. En mi opinión, mis padres
eran el círculo; mi hermana y yo
estábamos atrapadas dentro.

Long Island. Terribles
tormentas del Atlántico, lluvias de verano
que azotaban las tejas grises. Yo miraba 
el haya roja, las hojas oscuras convertidas
en una suerte de ébano laqueado. Parecía ser
un lugar seguro, tan seguro como la casa.

Tenía sentido quedarse encerradas en casa.
Igual lo estábamos. no podíamos cambiar quiénes éramos.
No podíamos cambiar siquiera los detalles minúsculos:
nuestro cabello largo con raya al medio,
sujeto con dos hebillas. Encarnábamos
esas ideas de mi madre
inapropiadas para la vida adulta.

Ideas sobre la infancia: qué aspecto tener, cómo comportarse.
ideas sobre el espíritu: qué dones reclamar, desarrollar.
ideas sobre el carácter: cómo tener empuje, cómo dominar,
cómo triunfar con verdadera grandeza
sin aparentar mover un solo dedo.

Todo estaba durando demasiado:
la infancia, el verano. Pero estábamos a salvo;
vivíamos en una forma cerrada.

Lecciones de piano. Poemas, dibujos. La lluvia de verano
machacando el círculo. Y la mente
desarrollando en condiciones rígidas
unas pocas suposiciones trágicas: nos sentíamos a salvo,
es decir que el mundo nos parecía peligroso.
Podíamos dominar o conquistar, es decir 
que el amor era para nosotras rendir homenaje.

Mi hermana y yo mirábamos afuera
la violencia de la lluvia de verano.
Para nosotras era obvio que dos personas no podían 
dominar al mismo tiempo. Mi hermana
me aferró la mano, extendiendo la suya sobre los cojines de flores.

Ninguna de las dos alcanzaba a ver, todavía,
el costo de todo eso.
Pero ella tenía miedo, confiaba en mí.





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