7/16/2012

Islas: las plagas vienen una detrás de otra, como las revoluciones.



















1.


Nos levantamos al amanecer y, sin fijarnos en el sol amarillento, cargamos de maletas el Austin azul marino y nos dirigimos a la costa en línea recta, parando solo a las afueras de Sarajevo para que yo echara una meada. Me pasé el viaje cantando canciones comunistas: canciones sobre madres afligidas que miraban entre las tumbas en busca de sus hijos muertos; canciones sobre la revolución, férreas e impetuosas, como una locomotora; canciones sobre mineros en huelga que entierran a sus camaradas muertos. Cuando llegamos a la costa, casi me había quedado sin voz.

2.

El tío Julius me dio un beso áspero y húmedo en la mejilla: la comisura de su boca rozó la mía, dejándome un punto de saliva por encima del labio. Pero sus labios eran blandos, como babosas, como si detrás no tuvieran nada en qué apoyarse. Cuando nos fuimos del muelle, nos dijo que se le había olvidado la dentadura en casa, y entonces, como para demostrar que nos estaba diciendo la verdad, me dirigió una sonrisa, enseñándome las rosadas encías surcadas de bermellón. Olía a colonia de pino, pero de dentro le salía un tufillo a podrido y descomposición que empapaba el fragante halo. Oculté la cara en la falda de mi madre. Oí la risotada del tío Julius.
-¿Podemos volver a casa? -grité.

3.

Caminamos por una carretera ruinosa, serpenteante, que rezumaba calor. Las sandalias del tío Julius repiqueteaban con un ritmo tranquilizador y me entró sueño. Junto a la carretera había unos densos matorrales descoloridos. El tío Julius nos dijo que había tal cantidad de serpientes venenosas en Mljet que la gente llevaba botas altas de goma siempre, incluso en casa, y que las mordeduras de serpiente eran tan corrientes como las picaduras de mosquito. Todo el mundo sabía cómo rebanar la carne en torno a la mordedura en una fracción de segundo, antes de que el veneno se extendiera. Las serpientes mataban gallinas y perros. Una vez, según dijo, una serpiente se enroscó sobre un niño dormido porque se sintió atraída por el olor a leche. Y entonces alguien oyó hablar de las mangostas, de que les gusta matar serpientes, y enviaron a África a un hombre para traer una camada de mangostas que luego soltaron por la isla. Había tantísimas serpientes que las mangostas se encontraron como en el paraíso. Uno caminaba durante kilómetros y no oía otra cosa que silbidos de serpientes y gritos de mangostas y movimiento y crujidos entre los matorrales. Pero resultó que las mangostas mataron a todas las serpientes y se reprodujeron tanto que la isla se les quedó pequeña. Empezaron a desaparecer gallinas, y también gatos. Corrieron rumores de que había mangostas rabiosas y algunos incluso hablaron de mangostas monstruosas, fruto de paradisíaca endogamia. Ahora estaban pensando en cómo librarse de las mangostas. Así son las cosas, concluyó, las plagas vienen una detrás de otra, como las revoluciones. La vida no es sino una sucesión de males, sentenció, deteniéndose para sacarse una china de la sandalia izquierda. Nos la enseñó, gris e insignificante, como si fuera la prueba irrefutable de que tenía razón.






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