7/16/2012

Islas: Dijeron que tenía ciento cincuenta y ocho años y que era de alguna parte del Cáucaso.

















1.

Esto fue lo que nos contó el tío Julius:
-De joven, cuando estudiaba en Moscú en los años treinta, vi al hombre más viejo del mundo. Estaba en una clase de biología, en un anfiteatro gigantesco, centenares de filas, miles de estudiantes. Trajeron a un anciano que no podía andar, de manera que entre dos camaradas lo llevaban y él les rodeaba los hombros con los brazos. Aunque llevaba los pies colgando entre los dos, iba encogido como un niño pequeño. Dijeron que tenía ciento cincuenta y ocho años y que era de alguna parte del Cáucaso. Lo pusieron de costado sobre la mesa y empezó a llorar como un niño, de modo que le dieron un juguete de peluche, un gato, creo, aunque no estoy seguro porque yo estaba sentado arriba del todo, en una de las últimas filas. Le veía como si le estuviera mirando por un telescopio del revés. Y el profesor nos dijo que el anciano lloraba continuamente, que solo ingería alimento líquido y no soportaba estar sin su juguete favorito. También nos contó que dormía muchísimo, ignoraba cómo se llamaba y no tenía recuerdos. Solo sabía decir unas cuantas palabras, como agua, caca y eso. Entonces ocurrió que la vida es un círculo, si uno llega a tener ciento cincuenta y ocho años vuelve justo al sitio donde empezó. Como un perro que pretende morderse la cola, todo es inútil. Por más que vivamos, al final seremos igual que este niño (me señaló a mí), no sabremos nada, no recordaremos nada. Lo mismo daría que dejaras de vivir ahora mismo, hijo. Daría igual, porque no pasaría nada.

2.

Solo tardamos cuatro horas desde la costa a casa y yo fui dormido todo el tiempo, ajeno al calor, hasta que llegamos a Sarajevo. Al llegar a casa, las agostadas plantas y flores recibían el derrame anaranjado del sol poniente. Todas las plantas se habían marchitado porque el vecino que tenía que haberlas regado se había muerto de un ataque al corazón. La gata, que se había pasado más de una semana sin comer, estaba demacrada y casi enloquecida de hambre. La llamé, pero no acudía; se me quedaba mirando con un odio irrevocable.




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