4/29/2016

Caza de conejos. Mario Levrero.


































XXXI

Con la piel del conejo, convenientemente curtida, nos fabricamos guantes sedosos para acariciarnos el cuerpo desnudo en nuestra soledad. Nuestros niños juegan a las volitas con los ojos. Los dientes de conejo son maravillosas cuentas para los collares y pulseras de nuestras mujeres. La carne la comemos. Con las tripas, fabricamos cuerdas para nuestros instrumentos musicales; nuestra música es profunda y triste. El esqueleto del conejo lo forramos con felpa blanca, y en el interior colocamos un mecanismo movido a cuerda: son juguetes que imitan a la perfección los movimientos del conejo. Los domingos vendemos estos juguetes en la feria y con el dinero podemos comprar balas para nuestras escopetas de cazar conejos.



XXXII

Las primitas del idiota mastican el mismo chicle, los rostros muy próximos, el chicle un fino hilo que une salivoso sus bocas adolescentes, y el idiota se acuesta debajo del chicle, mirando desde abajo los pequeños pechos puntiagudos, y estira sus manos con pereza hacia las tiernas vellosidades, pero no las alcanza, y de los cuerpos emana una radiación de calor perfumado, y allá arriba las bocas se aproximan tratando de conseguir la mayor parte del cicle, las bocas se juntan, cae saliva, secreciones salobres resbalan por las piernas adolescentes hacia la boca del idiota, se mezclan con sus babas. Nadie caza conejos.



XXXIII

El plan del idiota es perfecto. El grupo de expertos tiradores se ubica en el centro del bosque, alrededor del sicómoro, y espera. Desde la periferia vienen los músicos, avanzando hacia el centro, cercando los conejos, espantándolos con el ruido de sus tambores, flautas y violines. 
Por lo general, logramos dar muerte a infinidad de conejos. A veces, sin embargo, los conejos se escapan, filtrándose entre los músicos cuando aún están muy espaciados entre sí en la periferia del bosque. O, a veces, todos los conejos se han reunido bajo la protectora copa del sicómoro, detrás del cerco de expertos tiradores que apuntan hacia afuera. Entonces se produce el duelo lamentable entre expertos tiradores y músicos; los músicos llevan la peor parte, pero a menudo más de un experto tirador es atravesado por un arco de violín, o por un sonido demasiado agudo o demasiado tierno. 



XXXIV

Desde que los conejos indrustrializaron a mis padres, para protegerse en el invierno con el abrigo de sus pieles curtidas, vengo notando en mí un desconcierto creciente ante las cosas de la vida, que antes me había parecido tan sencillas y lógicas.


XXXV

Para los que sienten como cosa esencial la estética de la caza de conejos, o su metafísica, la luz es quizás el factor más importante a tener en cuenta. El sol directo afea los conejos, les quita realidad y gracia. la oscuridad de la noche los vuelve invisibles inasibles y muy peligrosos. Es a la luz incierta de los últimos rayos oblicuos, en ese instante mágico que se produce unos minutos después de la puesta de sol, cuando los conejos adquieren toda su dimensión de belleza y verosimilitud. Pero es muy difícil cazarlos en la fugacidad de ese momento: tal es la comprensión que adquiere un observador sensible. 





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