4/29/2016

Caza de conejos. Mario Levrero.





XI

Cuando graniza, o simplemente cae un chaparrón fuerte, el idiota corre con su primita a protegerse bajo el enorme sicómoro que ocupa la parte central del bosque; las ramas del árbol se arquean hasta tocar la tierra, formando una cúpula que, más que de la furia de los elementos, los protege de las miradas de otros cazadores, o de los guardabosques. El sentimiento de protección es esencial para que la primita se sienta solidaria con el idiota y se deje manosear y cubrir de baba el cuerpo angelical blanco. Cuando llega el invierno, el sicómoro se cubre de finas plumitas y da la impresión de un pájaro enorme, o tal vez de un cisne con la cabeza metida bajo el ala. En primavera les brinda sus frutos, unos higos que bajo la piel delgada son pura leche dulce. Al anochecer, la lluvia cesa. El idiota y su primita vuelven a la interminable cacería de conejos, pero ahora tienen un fuerte sentimiento de culpa y no se miran a los ojos. El idiota recoge bolitas de granizo y las mira disolverse en su mano con una rapidez que espanta. De madrugada, cuando el campamento duerme y la fogata está casi apagada, el idiota sigue despierto, babeando, sacando nuevos granizos de su faltriquera y mirándolos cómo se disuelven, con una rapidez que espanta, sobre la palma de la mano. 

XII

Quisiera vivir entre gentes que fueran más buenas, más felices que yo. Así les envidiaría su suerte o su bondad. Pero todos los cazadores son desgraciados, estúpidos e infinitamente perversos. Así me veo obligado a envidiarles sus pobres bienes materiales. Les tiendo trampas. Cuando alguien me ve fabricando una trampa muy compleja y mus sólida se ríe, porque cree que exagero; por lo general se siente impulsado a explicarme el tamaño y la fuerza reales de un conejo. Yo dejo que me expliquen. No saben, ellos, que es una trampa para cazadores. Los mato y les robo el dinero, las ropas, las armas y algún adorno: collares de dientes de tigre, relojitos antiguos, anillos de compromiso, plumas de colores, billeteras de cuero de cocodrilo. Los cazadores gustan de adornarse, y a menudo el colorido de estos adornos es su perdición: es fácil distinguirlos entre el follaje y tomarlos por sorpresa.



XIII

El conejo en celo desprende un aroma muy tenue que solo es percibido por el finísimo olfato de los cazadores. Llegan de todas partes, siguiendo este aroma de forma inconsciente y compulsiva; no saben adónde van, ni por qué van: El conejo espera entre los matorrales. Cuando el cazador se aproxima, el conejo tensa los músculos y se prepara para el salto. El cazador no ve esos ojos rojos, astutos, brillantes, pendientes de sus menores movimientos. Cuando está muy cerca, el conejo en celo salta, dejando escapar un espantoso rugido que hace estremecer el bosque. El cazador, tomado por sorpresa, queda paralizado y no atina a defenderse. De todos modos, la lucha sería desigual: un par de rápidos manotazos, una dentellada certera, y el conejo se aleja arrastrando un cadáver flojo y sangrante, que será una fiesta para los hambrientos conejitos. 

XIV

En ocasiones me gusta pasarme al bando de los guardabosques; entonces se produce un desequilibrio entre las fuerzas, y los cazadores son derrotados con facilidad. Nosotros, los guardabosques, no sufrimos ninguna baja. 


XV

Dicen que van a cazar conejos, pero se van de picnic. Bailan alrededor de una vieja victrola, se besan ocultos tras los árboles, pescan o fingen pescar mientras dormitan; comen y beben, cantan cuando vuelven al castillo en un ómnibus alquilado que siempre resulta demasiado pequeño para todos. Los conejos aprovechan los restos de comida. también es frecuente que los falsos cazadores, borrachos, olviden su victrola. Entonces los conejos bailan hasta el amanecer, a la luz de la luna, al son de esa música alocada y antigua.





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