2/25/2016

El general Stumm entra en la biblioteca nacional y acumula experiencias sobre bibliotecarios, dependientes de bibliotecas y orden intelectual (Fragmento).













Uno de los principios básicos del arte de la guerra es enterarse concienzudamente de la fuerza del adversario. -"Por consiguiente - dijo el general-, me he agenciado una tarjeta de entrada para nuestra mundialmente famosa biblioteca y he penetrado en las líneas enemigas, guiado por un bibliotecario que se ofreció a atenderme en cuanto yo le dije quién era. Hemos pasado revisa a ese colosal tesoro de libros y puedo decir que esas filas no me han impresionado más que un desfile militar. Sin embargo, al poco rato me puse a reflexionar y a hacer cálculos mentalmente y esto me dio un resultado insospechado. Mira, antes había pensado que me resultaría muy costoso leer un libro por día; pero alguna vez tenía que decidirme a hacerlo, así tendría derecho a ocupar una cierta posición en la vida intelectual, no importando que hubiera omitido lo uno o lo otro. ¿Y qué crees que me respondió el bibliotecario cuando aquel paseo empezó a hacérseme eterno y le pregunté yo por el total de los volúmenes contenidos en la condenada biblioteca? ¡Tres millones y medio!, me contestó. Al decírmelo, estábamos a la altura del libro número setecientos mil; desde entonces no paré de hacer cálculos. Bueno, no quiero aburrirte; sólo te quiero decir que he seguido haciendo cuentas en el Ministerio con papel y lápiz y el resultado es que necesitaría diez mil años para ver cumplido mi propósito.

En aquel momento se me paralizaron las piernas, y el mundo me pareció una farsa. Te vuelvo a decir cómo llegué a tranquilizarme: pensando que allí fallaba algo esencial.

Tú objetarás quizá que no hay por qué leer todos los libros. Y yo te contesto: también en la guerra no hay por qué matar a los soldados uno por uno; sin embargo, todos y cada uno son necesarios. Dirás: también todos los libros son necesario. Pero ves, aquí es donde falla algo, porque esto no es verdad; ¡se lo he preguntado al bibliotecario!

Querido amigo, yo he pensado únicamente: este hombre vive entre estos millones de libros, los conoce todos, sabe dónde está cada uno; nadie, pues, mejor que él para ayudarme: Naturalmente, no me dirigí a preguntarle sin más: ¿dónde podría encontrar la idea más hermosa del mundo? Hubiera sonado a preludio de un cuento de hadas y no soy tan tonto como para no darme cuenta de ello; los cuentos no me gustaron ya desde niño. Pero ¿qué hubieras hecho tú? Algo había que preguntarle. Por otra parte, el sentido común me prohibía decirle la verdad, o sea, preparar mi solicitud con informes acerca de la Acción, y rogar al hombre que me orientara hacia su más digno fin. Por tanto, me serví al final de una pequeña estratagema. - "¡Vaya, vaya!" - comencé inocentemente. -"¡Nada, hombre, nada! ¿Y no se podría saber cómo se las arregla usted para encontrar el libro que dese en medio de este inmenso almacén?" ¿Sabes? Le formulé la pregunta tal como creí que le hubiera hecho Diotima, mezclando un poco de admiración hacia él en el tono de la voz, con el propósito de atraerle al reclamo.

Y entonces me pregunto, muy meloso y solícito, qué era lo que el general deseaba saber. Con ello me puso en un apuro. -"Oh, muchas cosas" - le respondí cavilando.

- Quiero decir, ¿qué problema o qué autor le interesa? ¿Historia de las guerras? - repuso.
- No, eso no; más bien historia de la paz.
- ¿Historia? ¡Quizá la literatura pacifista de la actualidad!
- No - dije -; no es precisamente eso lo que busco. Por ejemplo, una colección de las grandes ideas de la humanidad, si existe.
Él calló. -Acaso un libro sobre la realización de cosas muy importantes -dije.
- ¡En ese caso, ética teológica! - opinó.
- Sí, también puede ser una ética teológica, pero tiene que tratar acerca de la antigua cultura de Austria y sobre Grillparzer - insistí yo. ¿Sabes? En mis ojos debió de brillar una sed tan devoradora de saber que aquel tipo temió que fuera a estrujarle como a un limón; le hablé algo como de itinerarios de los ferrocarriles que deben permitir establecer entre los pensamientos toda suerte de comunicaciones y empalmes arbitrarios; entonces me mostró una cordialidad poco tranquilizadora, invitándome a pasar a la sala de los catálogos, donde me dijo que me podía quedar solo, no obstante estar esto prohibido y reservado a los bibliotecarios. Entré, pues, en el sanctasanctórum de la biblioteca. Te aseguro que tuve la impresión de penetrar en el interior de un cráneo. Toda la nave estaba emparedada con estanterías y sus correspondientes anaqueles; en todas partes aparecían escaleras para subir hasta los libros más altos, y catálogos y bibliografías cubrían los pupitres y mesas; en suma: la quintaesencia del saber y, sin embargo, ningún libro decente para leer; nada más que libros sobre libros; olía también a fósforo cerebral y no me equivoco si afirmo que me parecía haber conseguido algo. Pero naturalmente, cuando el hombre quiso dejarme solo, sentí una cosa especial, yo diría que angustia, recogimiento, intranquilidad. El bibliotecario se encaramó a lo alto de la escalera, como un mono, en busca de un libro que había localizado desde abajo, y me lo bajó diciendo: - "aquí tiene usted, mi general, una bibliografía de bibliografías - tú ya sabes de que se trata-, o sea, un índice alfabético de los índices alfabéticos de los títulos de aquellos libros y trabajos publicados en los cinco últimos años acerca del desarrollo de los problemas éticos, con exclusión de la teología y de las bellas artes." Algo así me dijo haciendo ademán de marcharse. Peor yo le cogí de la chaqueta a tiempo y le retuve junto a mí. - "Señor bibliotecario -exclamé-, no se vaya sin revelarme antes el secreto de que usted se sirve para desenvolverse en este... manicomio de libros"; se me escapó esta palabra, pero tampoco era distinta la impresión que me había causado. Creo que me entendió mal. Reflexionando, me ha venido al pensamiento lo que se suele decir de los locos: que para ellos, los verdaderamente averiados son los demás; de todos modos, el hombre no paraba de mirar a mi sable, y yo no encontraba modo de distraerle, porque me estaba dando miedo. Puesto que yo no le dejaba libre, se cuadró repentinamente delante de mí, como si fuera a saltar su cuerpo momificado por encima de sus pantalones estremecidos y acentuando con gravedad cada palabra que seguidamente me dirigió, se pudo deducir de aquella entonación que iba a revelar el secreto de tales muros: - #señor general, dijo, ¿desea saber cómo me las arreglo para conocer todos los libros? Se lo puedo comunicar ahora mismo: ¡no leyendo ninguno!"

Ya te digo; ¡a poco no resisto más" Pero él, advirtiendo mi sobresalto, pasó a explicarme su afirmación. El secreto de todos los buenos bibliotecarios está en no leer nada de la literatura a ellos encomendada, exceptuados los títulos e índices. 

- El que se detienen en su contenido está perdido como bibliotecario -así me lo declaró-. Nunca obtendrá una idea de conjunto.
Le pregunté decepcionado: - Entonces, ¿usted no ha leído nunca libro alguno de los aquí expuestos?
- Jamás, excepción hecha de los catálogos.
- ¿Y es usted doctor?
- Claro que lo soy; incluso catedrático de la universidad, docente privado de ciencia bibliotecaria. Es una auténtica ciencia -comentó-. ¿Cuántos cree que son, mi general, los sistemas empleados para distribuir los libros, para ordenar los títulos, corregir las erratas de imprenta, las indicaciones falsas de las portadas, y demás?

Te confío que, cuando se fue y me dejó solo, tuve ganas de hacer una de dos: o prorrumpir en lágrimas o encender un cigarrillo, pero ninguna de las dos cosas me estaba allí permitida.




Robert Musil.
El hombre sin atributos. 


No hay comentarios: