¿No recordáis, amigos, que el ampues lo consideramos casi siempre como un amor apreor de los otros no nos parece razonable?,
pues lo consideramos casi siempre como un amor apresurado que no han tendio tiempo de hacer a la medida,
y lo queremos enmendar para dejarlo a nuestro gusto,
y nunca comprendemos ese raro equilibrio que lo mantiene sin caer,
ese equilibrio de columpio descompuesto en la altura que deja a los amantes encielados,
cuando todos sabemos que están en el vacío.
¿No recordáis, amigos, que por alguna pervertida inclinación del hombre el amor de los otros nos parece un desahucio?,
la admiración que los amantes suelen manifestarse la juzgamos desprovista de fundamento,
y nos reímos de esa lujosa encuadernación en pergamino que les hace pensar que no hay amor mejor que el suyo,
podemos compartir ese lágrima que ellos siguen planchando cuatro veces al día.
Siempre que vemos juntos a dos amantes sonreímos con esa risa que es como un sello seco en nuestros labios,
con esa risa estampillada
ya que lo más incompatible que encontramos nosotros en el amor ajeno es esa inercio hacia la indignidad,
que constituye, como todos sabéis, el seguro de vida del amor,
su pago anticipado,
y, sin embargo, la vanidad que ponemos en nuestro amor es una forma de onanismo,
un retrato en el agua y nada más,
ya que todas las formas de la vida amorosa tiene al mismo tiempo su valor y su precio que son inseparables.
Así pues ya lo sabes.
No los separes nunca. Nunca,
tienes que actualizar mañana y tarde el costo de tu amor,
quien lo deja de hacer lo pierde todo,
quien lo deja de hacer es porque ya ha empezado a andar con pies ajenos,
y entonces,
ay,
entonces,
nada puede salvarle,
nada puede salvarte porque empiezas a ver tu propio amor como si lo estuviera envileciendo la mirada de otro.
Cuando llega el anochecer y el mundo se hace confidente,
hay en el aire un movimiento previo,
y por así decirlo, un movimiento compaginado que mueve nuestros labios de una manera prenatal;
aquella noche, al acercarse a mí, tenía los ojos asombrados,
tenía un asombro llamado Antonio,
y ya sabéis, amigos, que el asombro nos deja en la mirada un desmoronamiento sin orillas.
Yo me encontraba ya tan de su parte
que comencé a sentir recorriéndome el cuerpo, un temblor dialogado,
ya que tal vez el punto de partida de toda confidencia
sea ese momento en que la sangre escucha y en la sangre se acuñan las palabras,
esa tensión interna,
o mejor dicho, esa tensión abierta que hace que todo lo que sientes se convierta en pregutna,
y los labios entonces se mueven sin saberlo,
se mueven sin hablar,
se mueven replegándose,
en torno a una palabra que nadie ha dicho todavía,
y, sin embargo, la escuchamos,
nos la dice una voz que empieza siendo nuestra y acaba siendo unánime.
Luis Rosales, El náufrago metódico, Visor, 2005.
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